domingo, marzo 19, 2006

SPENCER TUNICK EN CCS: agenciamiento tropical y tributo del cuerpo a una ballena encallada

LA CARNADA: "Elegí esta locación porque sentí que los edificios eran una especie de ballena muerta en la Antártica que pierde toda su piel, y queda en sus huesos. Todo es positivo, todo es bueno: el cuerpo representa la belleza, el amor y la paz. Hoy hubo mucha belleza y energía en la gente. Me ayudaron a hacer una pieza de arte". Spencer Tunick - 19/03/2006

EL PLOMO: “No hay que creer que basta con distinguir masas y grupos exteriores en los que alguien participa o a los que pertenece, y los conjuntos internos que englobaría en sí mismo. La distinción no es en modo alguno la de lo exterior y la de lo interior, siempre relativos y cambiantes, intercambiables, sino la de tipos de multiplicidades que coexisten, se combinan y desplazan […] No hay enunciado individual, sino agenciamientos maquínicos productores de enunciados. Gilles Deleuze & Félix Guattari - Mil mesetas

Desde enero de 2006 sabíamos que Spencer Tunick, el fotógrafo de espacios urbanos intervenidos con desnudos masivos, quería visitar Caracas. El requisito inicial era incluirse en una base de datos de osados cibernautas que llenaban un inocente formulario en la página web del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Hubo retrasos significativos: ese mes de enero dejó pasar mucha agua bajo el puente (y el viaducto) y la instalación fue pospuesta para marzo. Las advertencias del comunicado oficial que expidió el equipo de producción a todos los caraqueños interesados en participar en la propuesta de Spencer Tunick se envió a más de siete mil personas sólo dos días antes del día pautado. A las seis de la mañana éramos apenas 1.500 los que decidimos formar parte del voluntario material cromático y plástico del fotógrafo.

Durante ese lapso entre el enero frustrado y el amanecer del 19 de marzo de 2006 estuve pensando sobre cómo el ejercicio natural del individuo siempre es conseguir su vínculo colectivo, y cada conexión es un agrado: en esos nichos elitescos que contenemos (no con el fin de la exclusión de los otros, sino con el propósito de construirnos auténticos) siempre es grato conseguir algún ramal en el exterior que lo calque. Algún músico o alguna banda underground que pueda desagradar a muchos; un clásico que muchos hayan rechazado en medio del snobismo anticanónico; un arquitecto audaz y hasta contestatario; un artista plástico con ánimos excéntricos; Bunbury, Hundertwasser, Hemingway, Spencer Tunick... cuando nuestros afectos permiten que esos breves recintos que nos diferencian de los otros encuentren en el exterior alguien que les haga eco y que también celebre esas nuestras rarezas, entonces se esboza una sonrisa exquisita: una breve y momentánea construcción de secta… un permiso que nos damos para segmentarnos un poco del mundo, hasta ese amable gheto que decidimos habitar.

A Virginia y a mí la suerte nos había premiado gratamente, pues en gran parte de nuestros nichos tenemos conexiones que han edificado una protéica y nutritiva amistad con Sol y Gustavo. La insistencia de su amabilidad nos aseguró un hospedaje en el caraqueñísimo Parque Central –rascacielos próximos a la avenida Bolívar, el lugar escogido por Tunick para atesorar en la memoria colectiva a una Caracas desnuda–, pero aún nada estaba decidido. Las dudas eran variopintas, pero justificadas: el esperado miedo al desnudo, la sonrisa nerviosa al imaginarse el encuentro con algún conocido, la desconfianza que siempre despierta nuestra idiosincrasia logística poco eficiente (más cuando se trata de que te cuiden tu ropa), asuntos de higiene y poca tolerancia a la antisepsia del asfalto… cada uno tenía las suyas y en la conversación fuimos varios los convencidos. El despertador nos desordenó la madrugada justo a las 04:30 am y ahí se tomaron las decisiones finales. Incluso Felipe avisó vía telefónica que se uniría a nosotros.

Caminamos en la madrugada dominguera desde el Museo de los Niños hasta la futura (eternamente futura, nunca concretada) sede de los tribunales: sólo dos arcos están unidos en lo que se percibe desde abajo como una ambiciosa arquitectura que peca de utópica; al lado de nosotros reposaban vigas y estructuras tubulares con ganas de ascender hasta ese techo jamás completado; lo más parecido a eso es la idea del estómago de un monstruo vencido, un costillar desarticulado a punta de intemperie, eso que Tunick atinó a comparar con los huesos de una ballena encallada que había perdido la piel. Llegamos allí vestidos, el orden era natural y nos dispusimos en hileras: con un sol naciente encandilándonos, dentro de esa especie de cetáceo arquitectónico despellejado, en lugar de perder la piel la recuperamos.

A las seis de la mañana, en medio de un delicioso agenciamiento tropical, empezaron a florecer pieles, nalgas, senos, sexos… y sucedía que la desnudez se reencontraba con los ojos. Algunas sonrisas ponían en evidencia un cándido resquicio de vergüenza, pero el aparato colectivo es poderoso y caminábamos desnudos por las escalinatas y rampas en torno a una estatua de Simón Bolívar ataviado con una capa que parecía pronta a lanzar encima de los leones que limitan a la redoma del asfalto. La figura metálica y rígida del prócer se fue rodeando de desnudez: en apenas minutos, nuestra piel se conectaba con la de otros y terminaba convirtiéndose en un tramado que ridiculizaba las estructuras morales ajenas a esa política del cuerpo con la cual habíamos decidido comulgar: éramos una masa animada por un concepto abstracto e inasible, estábamos tomando con nuestra desnudez un espacio inorgánico y ferozmente urbano, nos convertíamos en un colectivo reformador del orden que ejecutaba una acción efectiva y conjunta. El morbo era un apetito ausente, inexistente, ajeno, propiedad de los efectivos policiales y bomberiles que trasgredían sus propias normas e intentaban capturar algo con las cámaras de sus celulares. Pero nos construimos lejos a esas tonterías. Estábamos desnudos en la mitad de una avenida, pero nos sentíamos seguros, libres, auténticos: individuos naturales que lograban conseguir, dentro de sus nichos internos, una grata conexión con el exterior. Acostados en el suelo, la desnudez individual se mezclaba con la colectiva: se unían caras con hombros, muslos, nalgas… cuerpos de distintas edades, matices, contexturas y rigideces se encadenaban a la idea plástica de un sujeto que nos vigilaba con su cámara y su audacia (disparadoras ambas). La foto final tuvo el rito mágico de una despedida: de rodillas frente al sol, parecíamos despedirnos de quien nos avisó horas antes que era la hora de recuperar la piel. Otro grupo decidía darle la espalda a esa misma luz… pero ya éramos otros: un colectivo cómodo con el uso del espacio y de la piel, propietarios de esos cuerpos que ponían en evidencia al asfalto y al concreto como artificios de lo humano. Luego del último “clic” de la cámara de Tunick ya nos habíamos aprendido el aroma de lo humano, ya convivíamos con los vapores naturales del antropomosaico que decidimos ayudar a registrar. En los abrazos del final, las mismas pieles (ahora sucias de asfalto y de polvo) se juntaban en la emoción de un hecho consumado, de una inmensa comunión, de una conexión múltiple y orgánica que había resultado liberadora y efectiva.

En la memoria celuloide de algunas cámaras quedaba registrada nuestra inmanente naturaleza, pero lo mejor era sentir que la ciudad –como mi piel– era más mía. Gracias por acompañarme, mujer de mi vida.

Willy McKey - CCS: 20.03.06 (01.33 pm)