domingo, marzo 15, 2009

Cantera de vacío: la poesía esencial de Alfredo Silva Estrada



Publicado en Papel Literario de El Nacional el sábado 14 de marzo de 2009


“Lo nunca proyectado / entre sombras veraces se sostiene”

ASE


“Verdad dice quien sombra dice”

Paul Celan


Cuando Paul Celan nos descubre que en el verso habita la propiedad de interrumpir el avance de la luz, la sombra del cuerpo verdadero de la palabra ―ese volumen― se convierte en amparo. La verdad del poema es un lugar para guarecerse.

En 1992, en el prólogo a la tercera edición de la antología poética de Alfredo Silva Estrada titulada Acercamientos, Rafael Castillo Zapata habla de “una voz que trata de encarnar en el poema la quimera de un lugar de paso y de traspaso donde el imaginario del hombre encuentre una zona propicia para su re-animación, sin candideces extemporáneas, a fuerza de una palabra poderosa por lo arriesgada que es y por lo pura e implacable que se quiere a sí misma”. Un año antes, el ensayo “Alfredo Silva Estrada. La imaginación lingüística” de Ludovico Silva atiende una pulsión insular en la obra del poeta. En 1996, en su imprescindible Antología histórica de la poesía venezolana, Julio Miranda afirma que su universo poético nace ya maduro, a diferencia de muchos de sus contemporáneos. Tan aventajadas lecturas previas invitan a aventurarse en la poesía de Silva Estrada como si fuera un lugar, una dimensión.

Al cumplirse cuarenta años de la primera edición de la compilación Acercamientos, intentemos acompañar la extensa obra de Alfredo Silva Estrada hasta 1969, año en el cual ―joven como pocos― llegó al entonces difícil canon poético que significaba ser publicado en la colección Altazor. Celebremos al hijo tropical de Mallarmé, al traductor de Andrée Chedid, Fernand Verhesen, Francis Ponge, Georges Schehadé...

1. Antes de Literales. La singularidad de Silva Estrada entibia los esfuerzos que han hecho algunos críticos que tienen el hábito de considerarlo parte de la llamada “generación de 1958”, distendiendo toda cronología posible y opacando la fuerza presente en libros como De la casa arraigada (1952-1953). Allí, un poema como “Reconstrucción” muestra que la inconformidad con lo inmóvil puede deshacer lo compacto de una limpia prosa poética, haciendo que el germen del verso aparezca entre párrafos casi basculantes, como orgánicos contrapesos. El simple hecho de leer párrafos blindados de sentido como “Yo pienso en el héroe minúsculo, en su combate hundido que lo lleva a encontrarse. El viejo: uno y todos. La defensa en el margen por una hora abierta rescata algunos planos”, y luego enfrentarse a preguntas que flotan en una sola línea como “¿Naufragaron los rumbos?” o “¿Creció el itinerario en ancla tensa?” son gestos que sorprenden en la voz de un poeta de apenas veinte años.

Alfredo Silva Estrada segaba una trocha propia, contrastando con la voluptuosa voz de Juan Sánchez Peláez en Elena y los elementos (1951), un poemario que apareció confirmando el legado surrealista del grupo Viernes. Pero el elemento que advirtió la voz que venía fue el paso de ese primer libro a Cercos (1954): factores como los textos numerados, las constantes referencias plásticas y la disección del poema eran ya claros síntomas.

Versos como “Desde el nudo calino / la elevación destrenza el alféizar hambriento / con todo ese vigor de enredadera abrupta” precisaban de un encuentro individual del lector con el poema. No se trataba del universo sereno de Ramón Palomares, menos aún de la prosa heredada que aparecerá en la voz de Rafael Cadenas años después. Lo que encandilaba de esta poesía era otra cosa: su apetito de volumen, la necesidad urgente porque el poema adquiriera un cuerpo lleno, el ímpetu de imponerlo a los ojos en lugar de abandonarlo a flotar como la reproducción sonora de alguien que declamaba para un auditorio. En Cercos todo deviene muro, frontera, lindero. “Espasmo de barrotes relevados por escoria de cactus / hasta pedir rendidos un semblante de umbelas, / una demolición de felices estambres”, un verso en búsqueda de una lógica de expresión que a la vez es su vehículo.

En Integraciones (1954-1957) la indagación en la palabra puede parecer la misma, y no en vano los años de escritura se solapan: “Raíz, nimbo de trizas. / Alborear en las grietas. // La clave de vacíos renueva su efusión. // Reír en lo quebrado. / Nuestra visión en quiebres concibe un nuevo sol”. Sin embargo, en este tercer libro la luz empieza a transformarse en lo ese soporte invisible que será de allí en adelante: el anclaje luminoso de la imagen posible. Digo “posible” porque creo fielmente en que un modo de leer la imagen en Silva Estrada ―al menos a partir de De la unidad en fuga (1957-1961)― es atendiéndola como un elemento constantemente potencial, nunca pleno, siempre dependiente de la mediación lectora. En el poema “Signos de laberinto” escribe: “Cuerdas, simple medida. / En lo habitual la fuga / y la humildad tendida a los vientos adversos”. Con la delicadeza artesanal de un albañil que, por medio de sogas, eleva una cúpula para coronar las irregularidades de un techo, así Silva Estrada articula poleas de palabras que hacen aparecer el sentido y no aquélla viceversa que es la metáfora: “Fuga que restituye: / destino de lo oscuro sacia su incertidumbre. / Visión que ya no intriga: / superficies serenas resisten y responden”.

En los textos de Del traspaso (1961-1962) vendrá la constante tensión de lo unitario para pretender, apenas, el fragmento. Es como una sierra delicada una voz capaz de “Dejar, labor de estar, de nunca / abriéndose un camino / en toda calma ahíta de hundimientos”. Poemas como “Duración uno y cuatro. Danza de Sonia Sanoja” pretenden mucho más que la enunciación individual: el poema es lo que atiende, lo que escribe son sus fronteras, se recorta del mundo, demarca su lugar: está territorializándose. Del traspaso es una cantera de vacío de la cual un mutismo aparente se abastece de abismos, de blancos de página. Y es que entonces la fascinación sólo podía provenir de una forma que transgrede todo referente existente en las afueras del poema. Oponiéndose a la luz, proveyendo sombras, este poemario parece ser compañero de otras formas que vendrán a definirse inatrapables: Carlos Cruz-Diez, Jesús Soto, Gego...

2. Con Literales. Como pequeños móviles en una calma de vientos, la mayoría de los textos de Literales (1962-1963) se sostienen en equilibrio perfecto (visual, sonoro, gráfico), habitando la holgura de unas imágenes que remiten a la serena pero vasta voz de Enriqueta Arvelo Larriva, dueña de una poesía cuya intensa influencia se pone en evidencia en el trabajo de Silva Estrada a partir de este poemario. Los versos finales de “Instancia frente a una sabana amanecida”, en el poemario Voz aislada (1939) parecen alumbrar todo Literales: “Respetaré ―tanteando― tus pájaros y tus ingenuas flores / y haré en tu anchura conscientes trazados de augurios. // Háblame, llano. / Húndeme tu acento”.
El encuentro del poeta con la brevedad parece, hoy, una alegoría de lo absorto. Basta leer los verbos y tópicos dejados atrás repitiéndose en la voz del poeta, pero con nuevo ánimo: “Dejar que se abra paso, / dejar / de extremo a extremo el acento inaudito. / Un más allá relega la pobre conjetura / y el asentir escucha el creciente circuito”; o el surgimiento de una voz nueva como en “Acento sobre blanco / se abre paso, nos recobra, / nos salva del trasmundo, // niega los símbolos, / nos hace respirar la variación novedante // y el acento pasado, ese mensaje / profundamente hueco en el rostro difunto”.

En la poesía venezolana, pocas voces han sido tan fuertes como la de Silva Estrada para permitirse el contagio de una poética sin sufrir el riesgo de ser eclipsados por una influencia tan poderosa: Reynaldo Pérez Só, Luis Alberto Crespo, Igor Barreto...

3. Tras Acercamientos. Entre 1963 y 1967, Silva Estrada escribe el poemario Acercamientos, un libro de lector, quizás el más reflexivo de toda su obra, que emplea el verso como herramienta de contemplación de sus afueras, incluso hasta las regiones de la crítica. Mientras, una prueba de que la poesía de Silva Estrada había alcanzado el anhelado volumen es la convivencia con los más destacados artistas plásticos. Los textos de Lo nunca proyectado (1964), en compañía de unos grabados de Gego, fueron certeros golpes de cincel que condujeron hasta el conocido poema escrito a la “Reticulárea” como momento climático de la conjunción de las apariciones de la plástica en la obra del poeta.

Pocos críticos han atendido la importancia de los años que siguieron a Literales en la poesía de Silva Estrada como Oscar Rodríguez Ortiz. Su ensayo “Trans-verbales: el azar y el absoluto” (publicado en 1998 por la revista Imagen y reeditado en 2008 por El Salmón – Revista de Poesía, Año I No. 3) evidencia una coincidencia que debe enorgullecernos: “en el mismo momento en que Alfredo Silva Estrada concibe para publicar los tres pequeños volúmenes de la serie Trans-verbales, Octavio Paz, por ejemplo, está editando los celebrados libros Blanco, Discos visuales, Topoemas o Renga”. Gracias a una inquietud que no precisó de los eBooks para poner en tensión la idea del libro como objeto, Alfredo Silva Estrada editó en Francia Trans-verbales 1 (1967), con Carlos Cruz-Diez y John Lange al cuidado de la edición, para luego editar en Caracas los Trans-verbales 2 y Trans-verbales 3 (1971). Ese compendio de versos-naipes (tres sobres plegados ―uno rojo, uno azul y uno verde― que contenían las tarjetas Trans-verbales) fueron contemporáneos con los cuestionamientos de la forma que en París o México sucedían con igual genio. Esa fractura del paradigma iniciada por el golpe de dados de Mallarmé llegaba a su máxima expresión: un no-poemario, artefacto poético incatalogable y conectado con el lector, de quien exigía una renuncia a la pasividad como vía única hacia el poema. En medio de ese juego versus el libro estuvo el hito editorial que legitimó el ascenso de la obra de Alfredo Silva Estrada a ese Parnaso de papel que fue la colección Altazor.
Justo antes de la segunda edición de la compilación Acercamientos (hecha en 1977), un libro audaz y curioso como Los moradores (1975) siguió retando a los lectores: “Así, por instantes, nos sorprenden los moradores / Cuando habitamos el silencio de los pacientes signos / Y la primera persuasión de la luz rozando nuestra piel”. Ni hablar de lo que representó la aventura irreproducible de Los quintetos del círculo (1978), secundada por Contra el espacio hostil (1979) como una celebración de la palabra. De allí a Dedicación y ofrendas (1986) y De bichos exaltado (1989), para que en 1992 apareciera la tercera edición de Acercamientos, enriquecida hasta los textos de ese animal bicéfalo que es Por los respiraderos del día / En un momento dado (1980-1992). Finalmente, será Al través ―escrito entre 1993 y 1995; editado en 2000― el poemario que devuelva el verso de Silva Estrada al juego arriesgado del trapecio, al verso como dimensión posible (no sólo para la metáfora, sino además) para la forma.


Una voz ausente en antologías esenciales. Una poética arriesgada hasta los bordes de la soberbia. Una carrera literaria similar a una épica emancipadora del verso. Permanece la esperanza de que una edición de la poesía completa de Alfredo Silva Estrada pueda ser un gesto de agradecimiento y no uno de despedida.