
EL PLOMO: El territorio es en primer lugar la distancia crítica entre dos seres de la misma especie: marcar sus distancias. Lo mío es sobre todo mi distancia, sólo poseo distancias. Mil mesetas. Gilles Deleuze y Félix Guattari 325
DINÁMICAS-INTENSIDADES-MULTIPLICIDADES-MEMBRANAS-LÍNEAS DE FUGA-AGENCIAMIENTOS- Práctica de la política de la carnada y el plomo (porque un señuelo no es sólo una treta efectiva)
LA CARNADA: El juego de afirmación y réplica implica, así, una dinámica de interacción abierta y riesgosa en la que la expectativa de sentido, la confianza en la posibilidad real de arribar a la comprensión y la capacidad de escucha del interlocutor o de los interlocutores constituyen partes fundamentales de su funcionamiento. “La esperanza hermenéutica y el diálogo”. Rafael Castillo Zapata La tentación de una lectura salvaje del texto (de la imagen) Fragmento de texto en la pieza “¿Por dónde empezar? (p. 140)”, de Rafael Castillo Zapata
EL PLOMO: La vocación es siempre predestinación con relación a los signos. Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos. Proust y los signos. Gilles Deleuze 12 El destino de este autor es dejar pasar una bocanada de aire puro con sus palabras, incluso aunque este aire puro, que es el de las ausencias, sea difícil de respirar. "Él fue mi Maestro". La isla desierta y otros textos. Gilles Deleuze 108 EExiste una deliciosa pulsión antagónica entre el título del poema “Hacia la brevedad” de Hanni Ossott (Espacios en disolución, 1976) y la longitud necesariamente expresa en este animal-texto. Quizás para castigar esta perspicacia, ese poema de Hanni –umbral y hermosa Hanni– dice que “El trayecto de un lugar a otro no significa una extensión/ sino el proyecto de un ininterrumpido
deshacerse”. Evidentemente seducido por la borrachera de la (des)territorialización, me gusta pensar que ese trayecto define una línea que se vuelve espacio habitable, hecho de los sedimentos de su transeúnte. Deleuzianamente hablando, la fórmula correcta sería decir que el juego consiste en ver a todo esfuerzo direccional devenir en dimensional, devenir expresivo, devenir arte: caminos hechos de uno mismo y no por uno mismo (¿o quizás deba decir “caminos hechos con uno mismo”?).
La palabra poética es para mí geográficamente (más bien "topográficamente") fetichizable. Siempre me ha fascinado sentir cómo la obra de un poeta guarda estrías similares a otros (incluso con ambigüedad fronteriza), delimita espacios, reparte hitos, traza líneas imaginarias, paraleliza, meridianiza, y esgrime en su interior todas sus pulsiones de sitio específico: la palabra poética territorializada. Aunque es harina de otro costal (y palabras que deben estar en otras páginas por hacer), es allí donde creo que cada poeta arma su estilo, su propia lengua, su manera "menor" de nombrar.
En ese “proyecto de un ininterrumpido deshacerse” que es el tránsito direccional (y dimensional, ¿ya lo dijimos?) de la expresión, el poeta parece armarse una casa, un refugio en donde se dedica a nombrarse. Pero la delicia de este proceso –parece– está en hacerlo cerca del borde, en la condición de un centinela de fronteras. Adueñarse de los bordes (de los márgenes del continente) permite una rica contaminación de lo contenido. Pero hay espacios más propensos a esta lúcida manifestación del apetito, del apoderarse. Un libro, por ejemplo, es un lugar en donde funcionan una cantidad de elementos que se conectan con nosotros, pero su naturaleza es ajena: lo allí escrito pertenece a otros, otros con los cuales estamos vinculados rizomáticamente. Entonces, viene la travesura escrita de hacer nuestro ese libro, apoderarnos de eso allí dicho: es la hora de la nota al margen, de invadir los bordes, de dejar la huella necesaria para que esos espacios en blanco se expresen habitados. Se convierte en un héroe (in)raptable el dueño de una página ya repleta de letras a mano que traducen al lenguaje particular de ese nuevo suelo en el cual se convierte el libro, que ya ha dejado atrás toda relación con el plástico termoencogible de una mercancía nueva: a través de la palabra nueva, como el poeta moderno, el mismo libro rompe consigo y casi nos susurra “Yo soy aquél que ayer nomás decía…”. La lectura evidenciada, entonces, es otro trayecto en el cual ininterrumpidamente nos deshacemos quienes no nos dejamos llevar por el pudor del “los libros no se rayan”, y nos salvamos allí: sedimentándonos.
Así llego a una página 140 de “Lo obvio y lo obtuso”, de Roland Barthes, en donde el artífice de las notas al margen –ése que supo a Barthes salvaje– las ha poblado lo justo. En esa página, RB habla de su “convicción del sentido obtuso”, trabajo rumiado y degustado en oportunidades repetidas que siempre dejan una relectura pendiente. Nunca pensé que esa lectura sería tan pendientemente literal: esta página 140 no está delante de mí, junto a las otras páginas que armarían el tesoro de un libro prestado con anotaciones, sino que está pendiente… pendiente, livianamente colgando delante de mí, con su otra cara 139mente complementaria, resguardada entre dos acrílicos transparentes y regidora de dos guayas finitas que la conectan con el techo-claraboya de una galería. La lección está en una nota en el borde menor de toda página, ese margen interno liado a la costura, donde el habitante de ese lugar de papel alguna vez dejó escrito su afirmativísimo “La tentación de una lectura salvaje del texto (de la imagen)”. Delante de mí, bamboleándose al ser tropezada por hombros de amigos y visitantes de galerías, estaba la territorialización de la palabra poética de un maestro, de mi “Máster”, de un artista, de un alfarero tan de mis manos, de un amigo que se nombra a sí mismo (en una extraña pirueta de apocopamiento) RCZ, pero se sabe más que eso.
Los mapas decentes ofrecen coordenadas: en septiembre de 2006, en los espacios de Periférico Caracas [G/8], Rafael Castillo Zapata expuso (puso afuera, sacó, develó, pues) sus “Escrituras”, dándonos de beber su darse cuenta de estruendo vocacional escriturador. Rafael tiene la piel de papel, de papeles, y en ese trayecto (¡viva Ossott viva!) [al deshacerse] las huellas más honestas son las que están hechas de lo escrito (¿o debería, ahora sí, decir “con lo escrito”?). RCZ habita en los espacios nombrables –es un poeta–, de lo poéticamente escritural, de lo que admite una región de dominio hecha de escritura, de intervención del lenguaje, de la palabra. Sus páginas habitadas y ahora expuestas se dejan acompañar por la intimidad de sus collages, esos que parecen hechos de madrugada por lo breves e íntimos (por deleuzianamente “menores”, por su semántica de colores y de fragmentación, por lo gratamente cercanos, por lo delatoramente próximos "ma non troppo"). Y en la cara otro fragmento de su “… (p. 140)” diciéndome casi en un silbido “instancia de la significación” o “la arbitrariedad de la determinación”, cuando ya este pecado está cometido y confeso.
Los collages de RCZ también están –ya es evidente– determinados por el trayecto de lo escrito. Ese viaje de la palabra que tiene su traducción en una universal y cosmopolita estética postal, en el sello que valida palabras que ya no pueden recogerse pero que también tientan el extravío, la pérdida, lo irrepetible del puño y la letra. Una firma que parece repetirse se equilibra entera sobre los sepias del papel, de la piel de papel. Y entonces, profe Hanni, entonces uno siente que Rafael usó los papeles más reales del mundo, que en este trayecto de verdad está disuelta su verdad, que la pérdida está en ese sello que me habla desde un cartón de 12,4 x 20 centímetros (haciendo guiños al Pérez Oramas del encartado en el catálogo de la exposición) y me dice que ese es un papel que dice, un papel vivo, un papel pleno de lo orgánico de un cuerpo sin órganos que se ensambla con la firma que se repite, con las texturas que se equilibran, con la tipografía de molde de las formas burocraticas de cartulina amarillenta. Todo aparece revolucionado, rearticulado, reterritorializado, revivido en un discurso orgánico y hecho de un sedimento vivido y vívido, hecho de RCZ (¿o “con Rafael”?). Y en cada “Envío” una nueva historia, profe Hanni (¿cómo es que narra con cada cartón?), y cada página que nos pregunta “¿Por dónde empezar?” se deja leer como un mapa (una lectura sin inicio, polifurcada, rizomática y eficaz), y los ideogramas traídos de tan lejos y uno me da nostalgia… pero en el otro “nostalgia” no sirve y usted, profe, dice “saudade” y mastica ese “-de” final, y en otro usted habla en italiano y encontramos ese pedacito de libreta Moleskine que se pone en evidencia en un relato colorido, hablador, tan diciéndonos algo. No son fragmentos que componen plásticamente un espacio: son palabras revestidas que lo habitan y salen a contarnos cada tiempo pasado. No son páginas desprendidas y genialmente subrayadas: son la vida, profe Hanni, y el desprendimiento... la disolución.
Y abro de nuevo el libro donde “Hacia la brevedad” no comienza sino que termina, y el poema me dice que “Ingrávidos y en la modulación continua, permaneceremos sólo en la brevedad…”. ¿Verdad que usted, mujer poesía y umbral, me entendería que en esta galería, detrás de esos acrílicos que se bambolean, hay tanto Árbol que nace torcido, tanta Providence, hay tanta Estación tan de tránsito… y en ese tránsito tanto "trayecto"; tanto ininterrumpido deshacerse? ¿Verdad que sí?
LA CARNADA: El estrés, producto de una vida acelerada, hace que se pierda el calcio contenido en el cuerpo. Una nutrióloga mexicana llamada Nelda Garza.
EL PLOMO: Reconocemos aquí la posición esquizofrénica, estar en la periferia, manteniéndose en el grupo por una mano o un pie. A ella opondremos la posición paranoica del sujeto de masa, con todas las identificaciones entre el individuo y el grupo, el grupo y el jefe, el jefe y e grupo; formar parte plenamente de la masa, aproximarse al centro, no permanecer nunca en la periferia, salvo cuando la misión lo exige. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 40
En este espacio se está gestando un rizoma... no desespere: ya viene.
Como buen abuelo, el hacendado fue más amable con los nietos. Ya constaba en algunas conversaciones previas que el mayor de los hijos tenía que consagrase a él: al llegar a cierta edad tenía que hacerle algunas ofrendas y así, con unos pequeños trámites proteicos, se haría de la bendición de esta especie de antepasado (y molde perfecto) de la figura del Señor Feudal. Pero el mayor no salió al abuelo, aunque rezaba con buena rima no le gustaba cercenar cuellos de corderos sobre la roca señalada y la fruta que recogía la destinaba al consumo doméstico y familiar: algo presentía, sabía que no se iba a poder, que ese asunto de seguir adelante con el peso de una bendición de esa estatura sería difícil.Al final, fue el menor de los dos hermanos –aunque terrible y malcriado– quien se quedó con todas las bendiciones pendientes. El abuelo hacendado se hizo de la vista gorda y no quiso admitir que eso de botarlos de casa había sido una exageración (si hacemos memoria, la serpiente seguía dentro de esa suerte de primer jardín botánico). Premió al benjamín con un oído perfecto, lo que le permitió supervisar los pentagramas de los primeros pájaros de la creación; su actitud rebelde y subida de tono le confirió una diabólica (pero auténtica) simpatía y gracia que podía contagiar euforia a los mismísimos arcángeles que vigilaban la puerta de la hacienda de donde, años atrás, expulsaron a papá y a mamá; sus dedos eran soldados rigurosos, veloces, capaces de reproducir cualquier melodía: el Señor había construido para él una hilera de tubos coronados por querubines cantores que eran activados por sus dedos y reproducían el soundtrack del postgénesis con este teclado celestial y primitivo. Era un Abel, era el bueno, era el ungido.
El mayor seguía preferiblemente alejado de cualquier bendición. Prefería hacer lo suyo sin la ayuda de talentos sobrenaturales. Labraba el suelo que pretendía habitar con la ayuda de un burro (quizás uno de los primeros de la historia de la caballería menor). Sin ayudas paranormales, era muy difícil crear. Se supo colocar al borde de todos, al margen, entre la casita que pudo armar su padre y la cerca de la baranda que limitaba las tierras del abuelo. En ese espacio pudo avisar mucho y, sin exponer diferencias con nadie y mucho menos acercarlas a un apéndice de su costilla, empezó a advertir la era de uranio y otros desmanes, producto del recientemente patentado “libre albedrío”. Demasiada información para haber nacido antes de que se entendiera la figura del místico como alguien cercano a esa barandita divina. Era un Caín, era el malo, era el poeta.
Entonces, viendo que podía producir lo mismo y hasta más sin ayuda divina, el Ángel de La Muerte (algo muy parecido a un capataz) se apareció en el fundo del mayor, levantó una mano y una centella cayó justo en el cuello del burrito, dejándolo en los huesos. Despertando por el sonido tardío del trueno, el mayor sólo vio la quijada del animal y algunos restos de las riendas caerle a los pies. La ira lo llenó entero… el sonido tubular de los ángeles de su hermano menor le sirvió de cortina para hacer un aparato que juntaba las cuerdas y el maxilar de la bestia: se acercó a la baranda, justo donde asomaban las ramas de un duraznero, y golpeó sus frutos hasta hacerlos caer y sangrar. El menor se entusiasmó al ver a su hermano cegado y colérico, apretó las teclas de su órgano como nunca y se embriagó de sostenidos y bemoles. En el último golpe a las ramas, la quijada de la bestia se le escapó de las manos al mayor y golpeó letalmente al menor, que quedó muerto con una sonrisa anclada al tubo del Do mayor.
El Ángel de la Muerte volvió a manifestarse y sentenció que el mayor había cometido, imperdonablemente, el primer crimen de la historia. Nadie le explicó nada cuando murmuró, inocente y humilde:
– ¿Y acaso ustedes no mataron primero al pobre burro?
Eso bastó para que el Señor le tachara eternamente. Quedó condenado a los herméticos territorios de la sombra. La gente que vendría después de ellos sólo asistiría en volúmenes enormes a escuchar al genio de su hermano menor –semirevivido, semimuerto, siempre tambaleante, deliciosamente irreverente y seductor–, mientras que a él se le daría con dificultad terrible la figura del estribillo y se enfrascaría en un mensaje difícil y oscuro, metafórico, poético y enroscado: con la voz alargada y jadeante, como aquella primera serpiente.
Abel, Carlos… seguía creando con divinidad, con maestría inmediata, con ángeles y musas (de las que hablaría Lorca: otro hermano mayor, otro Caín), y el resto del universo lo tararearía y se admiraría con sus gestos audaces e hipnóticos: sobreviviría a clavados de nueve pisos, sobreviviría a excesos nasales y hepáticos, sobreviviría a sí mismo. Caín, Luis Alberto… tendría que usar la artesanía, emplear las técnicas de arado con bestias, rasguñar los restos de las riendas en la quijada-arma asesina, cantar bajito y esperar humilde el aplauso que su hermano, en ocasiones, exigía. Incluso, luego de que Charly se quedara con manzanas, ángeles y musas, Luis Alberto se mudó a un valle donde todos los duraznos eran de los duendes.
El 2 de julio de 2005 pude ver a Abel, aún excesivo y malcriado, encantarme e hipnotizarme con su bigote marcado de genio y su desprecio por las sillas que no son tronos. El auditorio estaba abarrotado, las mujeres de mi especie bailaban frente a él y asomaban sus escotes al más andrógino de los oídos, se rifaban un boleto al jardín de pasar la noche con este titán medio muerto por culpa de un quijadazo de polvo que era más un accidente. Era la fiesta del ungido, del predilecto, del tocado por Dios. Y todo fue bueno.
Dejo testimonio de que he podido ver –en el Aula Magna de la UCV, el mismísimo lugar en el cual se guarda la más cercana de mis metas– a los dos gigantes del rock argentino: Charly García y Luis Alberto Spinetta, ambos en compañía de la mujer de mi vida y tarareando con ella canciones que ya se han acercado a sus oídos. Incluso, Diajanida nos acompañó al asunto de "Yo soy el Charly, vos no". Ambos son monstruos igual de grandes, igual de genios, cada uno con el cuello propio que les corresponde en la anatomía de la más hermosa Hiedra del rock en español. Se sabe que la mítica vez que pudieron unirse no compitieron: sólo decidieron rezar el uno por el otro.
Manuscrito de Rezo por vos, por García y Spinetta
Desde enero de 2006 sabíamos que Spencer Tunick, el fotógrafo de espacios urbanos intervenidos con desnudos masivos, quería visitar Caracas. El requisito inicial era incluirse en una base de datos de osados cibernautas que llenaban un inocente formulario en la página web del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Hubo retrasos significativos: ese mes de enero dejó pasar mucha agua bajo el puente (y el viaducto) y la instalación fue pospuesta para marzo. Las advertencias del comunicado oficial que expidió el equipo de producción a todos los caraqueños interesados en participar en la propuesta de Spencer Tunick se envió a más de siete mil personas sólo dos días antes del día pautado. A las seis de la mañana éramos apenas 1.500 los que decidimos formar parte del voluntario material cromático y plástico del fotógrafo.
Durante ese lapso entre el enero frustrado y el amanecer del 19 de marzo de 2006 estuve pensando sobre cómo el ejercicio natural del individuo siempre es conseguir su vínculo colectivo, y cada conexión es un agrado: en esos nichos elitescos que contenemos (no con el fin de la exclusión de los otros, sino con el propósito de construirnos auténticos) siempre es grato conseguir algún ramal en el exterior que lo calque. Algún músico o alguna banda underground que pueda desagradar a muchos; un clásico que muchos hayan rechazado en medio del snobismo anticanónico; un arquitecto audaz y hasta contestatario; un artista plástico con ánimos excéntricos; Bunbury, Hundertwasser, Hemingway, Spencer Tunick... cuando nuestros afectos permiten que esos breves recintos que nos diferencian de los otros encuentren en el exterior alguien que les haga eco y que también celebre esas nuestras rarezas, entonces se esboza una sonrisa exquisita: una breve y momentánea construcción de secta… un permiso que nos damos para segmentarnos un poco del mundo, hasta ese amable gheto que decidimos habitar.
A Virginia y a mí la suerte nos había premiado gratamente, pues en gran parte de nuestros nichos tenemos conexiones que han edificado una protéica y nutritiva amistad con Sol y Gustavo. La insistencia de su amabilidad nos aseguró un hospedaje en el caraqueñísimo Parque Central –rascacielos próximos a la avenida Bolívar, el lugar escogido por Tunick para atesorar en la memoria colectiva a una Caracas desnuda–, pero aún nada estaba decidido. Las dudas eran variopintas, pero justificadas: el esperado miedo al desnudo, la sonrisa nerviosa al imaginarse el encuentro con algún conocido, la desconfianza que siempre despierta nuestra idiosincrasia logística poco eficiente (más cuando se trata de que te cuiden tu ropa), asuntos de higiene y poca tolerancia a la antisepsia del asfalto… cada uno tenía las suyas y en la conversación fuimos varios los convencidos. El despertador nos desordenó la madrugada justo a las 04:30 am y ahí se tomaron las decisiones finales. Incluso Felipe avisó vía telefónica que se uniría a nosotros.
Caminamos en la madrugada dominguera desde el Museo de los Niños hasta la futura (eternamente futura, nunca concretada) sede de los tribunales: sólo dos arcos están unidos en lo que se percibe desde abajo como una ambiciosa arquitectura que peca de utópica; al lado de nosotros reposaban vigas y estructuras tubulares con ganas de ascender hasta ese techo jamás completado; lo más parecido a eso es la idea del estómago de un monstruo vencido, un costillar desarticulado a punta de intemperie, eso que Tunick atinó a comparar con los huesos de una ballena encallada que había perdido la piel. Llegamos allí vestidos, el orden era natural y nos dispusimos en hileras: con un sol naciente encandilándonos, dentro de esa especie de cetáceo arquitectónico despellejado, en lugar de perder la piel la recuperamos.
A las seis de la mañana, en medio de un delicioso agenciamiento tropical, empezaron a florecer pieles, nalgas, senos, sexos… y sucedía que la desnudez se reencontraba con los ojos. Algunas sonrisas ponían en evidencia un cándido resquicio de vergüenza, pero el aparato colectivo es poderoso y caminábamos desnudos por las escalinatas y rampas en torno a una estatua de Simón Bolívar ataviado con una capa que parecía pronta a lanzar encima de los leones que limitan a la redoma del asfalto. La figura metálica y rígida del prócer se fue rodeando de desnudez: en apenas minutos, nuestra piel se conectaba con la de otros y terminaba convirtiéndose en un tramado que ridiculizaba las estructuras morales ajenas a esa política del cuerpo con la cual habíamos decidido comulgar: éramos una masa animada por un concepto abstracto e inasible, estábamos tomando con nuestra desnudez un espacio inorgánico y ferozmente urbano, nos convertíamos en un colectivo reformador del orden que ejecutaba una acción efectiva y conjunta. El morbo era un apetito ausente, inexistente, ajeno, propiedad de los efectivos policiales y bomberiles que trasgredían sus propias normas e intentaban capturar algo con las cámaras de sus celulares. Pero nos construimos lejos a esas tonterías. Estábamos desnudos en la mitad de una avenida, pero nos sentíamos seguros, libres, auténticos: individuos naturales que lograban conseguir, dentro de sus nichos internos, una grata conexión con el exterior. Acostados en el suelo, la desnudez individual se mezclaba con la colectiva: se unían caras con hombros, muslos, nalgas… cuerpos de distintas edades, matices, contexturas y rigideces se encadenaban a la idea plástica de un sujeto que nos vigilaba con su cámara y su audacia (disparadoras ambas). La foto final tuvo el rito mágico de una despedida: de rodillas frente al sol, parecíamos despedirnos de quien nos avisó horas antes que era la hora de recuperar la piel. Otro grupo decidía darle la espalda a esa misma luz… pero ya éramos otros: un colectivo cómodo con el uso del espacio y de la piel, propietarios de esos cuerpos que ponían en evidencia al asfalto y al concreto como artificios de lo humano. Luego del último “clic” de la cámara de Tunick ya nos habíamos aprendido el aroma de lo humano, ya convivíamos con los vapores naturales del antropomosaico que decidimos ayudar a registrar. En los abrazos del final, las mismas pieles (ahora sucias de asfalto y de polvo) se juntaban en la emoción de un hecho consumado, de una inmensa comunión, de una conexión múltiple y orgánica que había resultado liberadora y efectiva.
En la memoria celuloide de algunas cámaras quedaba registrada nuestra inmanente naturaleza, pero lo mejor era sentir que la ciudad –como mi piel– era más mía. Gracias por acompañarme, mujer de mi vida.
Willy McKey - CCS: 20.03.06 (01.33 pm)