lunes, junio 08, 2009

La brújula del procrastinador: el tiempo de José Emilio Pacheco



Publicado en Papel Literario de El Nacional el sábado 6 de junio de 2009

La obra del escritor mexicano José Emilio Pacheco fue galardonada el pasado 7 de mayo con el Premio Reina Sofía. Se suma al Premio Magda Donato, Premio Xavier Villaurrutia, Premio Malcolm Lowry, Premio José Asunción Silva de Poesía y el Primer Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, además de tres reconocimientos como Premio Nacional de Poesía, de Periodismo Literario y de Lingüística y Literatura, más la edición de 2004 del Premio Internacional Alfonso Reyes. Estas líneas son apenas la breve mirada a un filón de la obra poética de uno de los últimos polígrafos.


Otros hagan aún el gran poema,
los libros unitarios, las rotundas
obras que sean espejo de armonía.
A mí sólo me importa el testimonio
del momento inasible, las palabras
que dicta en su fluir el tiempo en vuelo.
La poesía anhelada es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida.

“A quien pueda interesar”, en Irás y no volverás (1973) de JEP

La primera vez que tuve noticia de la idea de incorporar el verbo “procrastinar” a nuestro idioma—articulación etimológica que remite a la idea de dejar algo para mañana— fue de la boca del maestro José Emilio Pacheco. Ya la academia que “limpia, fija y da esplendor” permite su uso, pero sólo para referirse a la idea general de diferir y aplazar, sin ese límite pretendido por el poeta mexicano: la idea concreta de aplazar algo sólo un día más. Esta relación con el tiempo puede indicarnos uno de los muchos puntos de partida posibles para una reflexión sobre la poesía de J. E. Pacheco (vasta y críticamente difícil de abarcar), donde habita una voz que se reinventa sin renunciar a la distancia temporal como lugar de enunciación.
Cuando se editó por primera vez la compilación Tarde o temprano, en 1980, su obra poética apenas sumaba media docena de títulos. Veinte años después volvió a editarse con los doce poemarios que abarcan la obra poética desde 1958 hasta el 2000. En ambas, la nota del autor dice: “Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras acabadas, sólo obras abandonadas. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección”. El poeta puede redefinir su universo poético, pero nunca traicionar las ópticas originales: su poética —o buena parte de ella— parece la de una voz que posterga la satisfacción con lo nombrado. Aspiremos entonces a adivinar la vocación procrastinadora en la obra de un primer J. E. Pacheco (el antologado en 1980), pero utilizando las versiones de los poemas que aparecen en la segunda edición de Tarde o temprano (si no “acabadas”, al menos más revisadas que las primeras). Huyendo a la táctica de acomodar versos sueltos a una lectura —algo que a veces resulta tan torpe como citar fragmentos de una sonata—, intentemos seguir este rumbo con sus poemas breves y así poder reconocer (o recordar) parte de la obra de Pacheco sin ver frustrado el apetito por la imagen.
Aquel que invoque la postergación de su encuentro con la palabra depende de su memoria. Dejar para después el ejercicio poético pasa por la necesidad de traer al presente del poema las palabras necesarias y justas, trocarlas al fuego del oficio y conseguir la forma perseguida. El segundo poema de “Crecimiento del día”, en Los elementos de la noche (1962) dice: “He inventado la selva pero me falta un árbol que la pueble. En los abismos de una gota de agua el pez creciente sueña con detenerse encadenado. La combustión del tiempo engendra al sol”, una prosa poética que recuerda a nuestros Juan Sánchez Peláez y Rafael Cadenas, pero echando mano de imágenes que se columpian entre la simpleza del lenguaje, una relación estrecha con lo temporal y la potencia de la reflexión. El tono onírico es casi una estrategia distractora: se trata de conquistar el imperio de lo innombrable con la estrategia de sitio; cercar lo inefable con lo que puede nombrarse por haber leudado ya en la memoria. El poema se completa con “En los pasadizos de una hoja de sauce y en las cordilleras de un grano de sal nace y se hace lo indecible. Todo principio gira. La ceniza siente nostalgia del incendio. Se levanta a arrasarte, maraña que no conocerás mi último día”. La huella como testimonio de paso; el residuo elevado al rango de lo legendario; lo que queda como lo que (se) testimonia.
El conjunto de testimonios hechos a favor de un sentido (entendiendo sentido como una dirección) acaba tramando caminos capaces de volverse dimensión. Los recorridos, al ser transitados de ida y vuelta tantas veces (tantos días), devienen lugar nuevo y dejan de ser una ruta que conecta dos dimensiones para, incluso, ser independiente de ellas. Quizás por eso una lectura de la poesía de J. E. Pacheco intenta acercarlo al nuevo discurso de la crónica —la idea de un flaneur tiene un disparador muy poderos en la cercanía de un joven Pacheco con el poeta, cronista y dramaturgo Salvador Novo—, pero la ciudad es apenas un ambiente, un tono para poner en ejercicio el tiempo trascurrido: la relación de la palabra poética con sus afueras en un libro como El reposo del fuego (1966), por ejemplo, no está casada con lo histórico, sino con una potencia del testimonio individual que no pretende significar más allá del individuo. El tercer texto de “III”, anuncia: “La ciudad en estos años cambió tanto / que ya no es mi ciudad, su resonancia / de bóvedas en ecos. Y sus pasos / ya nunca volverán. // Ecos pasos recuerdos destrucciones. // Todo se aleja ya. Presencia tuya, / hueca memoria resonando en vano, / lugares devastados, yermos, ruinas, / donde te vi por último, en la noche / de un ayer que me espera en los mañanas, / de otro futuro que pasó a la historia, / del hoy continuo en que te estoy perdiendo”. No es la ciudad-presente lo que se agencia, sino la distancia entre la voz y eso que ya no está. Como una brújula que señala precisamente la distancia que nos separa del Norte (del fin del sentido), el poema apunta hacia lo urbano, pero está en otro lugar. La ciudad-presente sirve de camuflaje a un tiempo que sobreviene distancia.
En esta poética, el tiempo que pasa se convierte en taller literario. Dos textos muy breves de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1970) ejemplifican cómo las coordenadas históricas de un poema en ocasiones no son apenas un referente, sino parte fundamental del sentido: el primero se titula “1968” y se reduce a los versos “Página blanca al fin: / Todo es posible.”; el segundo, como un salmo que repite, se titula “Agosto, 1968” y dice “¿Habrá un día en que se acabe para siempre / la abyecta procesión del matadero?”. En este poemario, escrito entre 1964 y 1968 (un año tatuado en la memoria colectiva mexicana por la masacre de estudiantes en Tlatelolco), la voz no recuerda sino que trascuerda: pierde noticia del ahora y se sitúa en el ancho límite entre la historia y la posteridad. Es un testigo que no tiene la urgencia de quien quiere ser el primero en dar noticia sino que, precisamente, anhela poder articular el testimonio con el tiempo que eso precisa, convirtiéndolo en un lenguaje flexible y abierto capaz de enriquecerse con nuevos intentos, con nuevos fracasos. Así se perpetra la procrastinación: desde la memoria hasta lo posible, renunciando a la idea del éxito en esa tarea. Quizás un poema perteneciente a otro libro, Irás y no volverás (1973), titulado “Balance” lo dice mejor: “En aquel año escribí diez poemas: / diez diferentes formas de fracaso”.
De este mismo poemario es “Alta traición”, un gesto que merece citarse completo para evitar la necedad de explicar por qué incomodó (incomoda; incomodará) a quienes devienen forasteros de la inteligencia: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques, desiertos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / —y tres o cuatro ríos”. Leído ahora, sólo consigo un paralelo a la potencia individual de este poema-traición en el “Tengo fe en ser fuerte” del poema XVI de Trilce (1922) de César Vallejo, también conocido como “Requisitoria del individuo”: la franqueza de una voz que se apropia ya no de lo que puede nombrar sino de lo que desea nombrar, sin urgencias colectivas ni abstracciones como el amor-a-la-patria, subproducto de peligrosos nacionalismos disfrazados con la inocua noción de “identidad nacional”. No es un grito: es la mudanza del hombre de la masa a su condición de sujeto por medio de un simple inventario dispar. Ya lo dice Rafael Cadenas en Anotaciones (1983): “Los poetas no convencen. Tampoco vencen. Su papel es otro, ajeno al poder: ser contraste”.
Luego de Irás y no volverás —ya referido y de donde se toma el epígrafe de esta reflexión, claro testimonio del filón temático que aborda—, el poemario Islas a la deriva (1976) distribuye sus textos en cinco capítulos, pero no es fortuito que el primero que sigue al prólogo se titule “Antigüedades mexicanas” y el último sea “Especies en peligro (y otras víctimas)”. Acá el sujeto lírico es revestido, como nunca en la poesía latinoamericana, por una patina de atemporalidad impenetrable: su condición va a probar el temple de los hilos de la historia incrustándoles la duda (¿y si la sangre de un dios nuevo hubiese servido de alimento para los viejos?; ¿y si la profecía del Gran Tlatoani no se hubiese reservado a Moctezuma?; ¿y si Temiltotzin tuvo un mañana más que Cortés?), hasta advertir en los excesos de lo humano la urgencia de testimoniar para el futuro (un bestiario de lo mínimo donde la voz poética precursa un nuevo libro rojo en el cual figurarán hasta el caballo y el zopilote).
En todos los textos de Islas a la deriva la fuerza del presente poético está marcadamente revelada —no es otra cosa una deriva, sino el indeciso vaivén que sólo puede ser presente—, pero se logra con la herramienta aparentemente mellada de palabras cercanas, comunes, entonces extrañas en la tradición poética mexicana. No me refiero a la simpleza de la palabra masiva de Sabines, sino al artesanado cuidadoso de la voz que Fabio Morábito hereda en sus Lotes baldíos (1984). En “Habla común”, el poema “Piedra” descubre: “Lo que dice la piedra / la noche a veces logra descifrarlo. / Nos mira con su cuerpo todo de ojos. / Con su inmovilidad nos desafía. / Sabe mejor que nadie ser permanencia. // Ella es el mundo que otros desgarraron”. En este empeño por elaborar el mundo desde lo pequeño, todo objeto menor es convertido en un tópico redivivo que, por ejemplo, consigue en la noche el lugar para descifrar lo ilegible, para leerse en ese milenario testimonio que puede ser la voz de la roca: siempre en camino hacia el día siguiente, siempre en complicidad con la oscuridad como estación previa a la epifanía. Otra dimensión de este tono estético puede encontrarse en el poema “Nocturno”, que aparece dentro de los textos agrupados como “En resumidas cuentas” en el poemario Desde entonces (1980), que dice: “La noche yace en el jardín. / La oscuridad en silencio respira. / Cae del agua una gota de tiempo. / Un día más se ha sepultado en mi cuerpo”. Este poemario, casi el ecuador de su obra poética, extraña con lo progresivo de su tono: avanzante, demandante de atención y generador de referentes que sólo acontecen dentro del poemario y hacen de la lectura un trabajo de sentencias, de múltiples desde-entonces, de imágenes que no se completan para aguardar eso que adviene: nuestra lectura.
Desde Rubén Darío y su “Yo soy aquél que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana”, en cada uno de estos intentos la moderna labor del poeta es traicionarse a sí mismo o, mejor dicho, traicionar a quien fue. Pacheco es uno de los pocos poetas que ha cruzado el siglo renovándose tópica y estilísticamente, articulando en la mutación de la voz una lección de estilo: la constante del cambio; la arriesgada mudanza. Para no finalizar con la medianía estética que representa Desde entonces en la poesía reunida de J. E. Pacheco, saltemos hasta el último texto de la edición de Tarde o temprano del 2000. Se trata del poema “Despedida”, último cabo de Siglo pasado (2000): “Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco. / Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia: / Eso me pasa por intentar lo imposible”. Pacheco ejecuta sin red la maroma de reelaborar un universo por el cual ya ha paseado, pero lo hace con instrumentos propios de un topógrafo de los días. Sólo el poeta, el loco y el profeta pueden utilizar el lenguaje para desgoznar así los rieles del tiempo, pero es el primero quien logra colarse hasta el pasado para tomar las palabras de la memoria y armar con ellas la lúcida advertencia: ese único modo de testimoniar el futuro. Entonces, en este simulacro de adiós lo que se esconde es otro intento, otra traición en clave temporal de profecía. De nuevo la conciencia de escribir como “el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo”, pero sin abandonar ese lugar de contemplación (más que de enunciación) en que se territorializa una poética.


La despedida, afortunadamente, es algo que siempre puede procrastinarse
.

domingo, marzo 15, 2009

Cantera de vacío: la poesía esencial de Alfredo Silva Estrada



Publicado en Papel Literario de El Nacional el sábado 14 de marzo de 2009


“Lo nunca proyectado / entre sombras veraces se sostiene”

ASE


“Verdad dice quien sombra dice”

Paul Celan


Cuando Paul Celan nos descubre que en el verso habita la propiedad de interrumpir el avance de la luz, la sombra del cuerpo verdadero de la palabra ―ese volumen― se convierte en amparo. La verdad del poema es un lugar para guarecerse.

En 1992, en el prólogo a la tercera edición de la antología poética de Alfredo Silva Estrada titulada Acercamientos, Rafael Castillo Zapata habla de “una voz que trata de encarnar en el poema la quimera de un lugar de paso y de traspaso donde el imaginario del hombre encuentre una zona propicia para su re-animación, sin candideces extemporáneas, a fuerza de una palabra poderosa por lo arriesgada que es y por lo pura e implacable que se quiere a sí misma”. Un año antes, el ensayo “Alfredo Silva Estrada. La imaginación lingüística” de Ludovico Silva atiende una pulsión insular en la obra del poeta. En 1996, en su imprescindible Antología histórica de la poesía venezolana, Julio Miranda afirma que su universo poético nace ya maduro, a diferencia de muchos de sus contemporáneos. Tan aventajadas lecturas previas invitan a aventurarse en la poesía de Silva Estrada como si fuera un lugar, una dimensión.

Al cumplirse cuarenta años de la primera edición de la compilación Acercamientos, intentemos acompañar la extensa obra de Alfredo Silva Estrada hasta 1969, año en el cual ―joven como pocos― llegó al entonces difícil canon poético que significaba ser publicado en la colección Altazor. Celebremos al hijo tropical de Mallarmé, al traductor de Andrée Chedid, Fernand Verhesen, Francis Ponge, Georges Schehadé...

1. Antes de Literales. La singularidad de Silva Estrada entibia los esfuerzos que han hecho algunos críticos que tienen el hábito de considerarlo parte de la llamada “generación de 1958”, distendiendo toda cronología posible y opacando la fuerza presente en libros como De la casa arraigada (1952-1953). Allí, un poema como “Reconstrucción” muestra que la inconformidad con lo inmóvil puede deshacer lo compacto de una limpia prosa poética, haciendo que el germen del verso aparezca entre párrafos casi basculantes, como orgánicos contrapesos. El simple hecho de leer párrafos blindados de sentido como “Yo pienso en el héroe minúsculo, en su combate hundido que lo lleva a encontrarse. El viejo: uno y todos. La defensa en el margen por una hora abierta rescata algunos planos”, y luego enfrentarse a preguntas que flotan en una sola línea como “¿Naufragaron los rumbos?” o “¿Creció el itinerario en ancla tensa?” son gestos que sorprenden en la voz de un poeta de apenas veinte años.

Alfredo Silva Estrada segaba una trocha propia, contrastando con la voluptuosa voz de Juan Sánchez Peláez en Elena y los elementos (1951), un poemario que apareció confirmando el legado surrealista del grupo Viernes. Pero el elemento que advirtió la voz que venía fue el paso de ese primer libro a Cercos (1954): factores como los textos numerados, las constantes referencias plásticas y la disección del poema eran ya claros síntomas.

Versos como “Desde el nudo calino / la elevación destrenza el alféizar hambriento / con todo ese vigor de enredadera abrupta” precisaban de un encuentro individual del lector con el poema. No se trataba del universo sereno de Ramón Palomares, menos aún de la prosa heredada que aparecerá en la voz de Rafael Cadenas años después. Lo que encandilaba de esta poesía era otra cosa: su apetito de volumen, la necesidad urgente porque el poema adquiriera un cuerpo lleno, el ímpetu de imponerlo a los ojos en lugar de abandonarlo a flotar como la reproducción sonora de alguien que declamaba para un auditorio. En Cercos todo deviene muro, frontera, lindero. “Espasmo de barrotes relevados por escoria de cactus / hasta pedir rendidos un semblante de umbelas, / una demolición de felices estambres”, un verso en búsqueda de una lógica de expresión que a la vez es su vehículo.

En Integraciones (1954-1957) la indagación en la palabra puede parecer la misma, y no en vano los años de escritura se solapan: “Raíz, nimbo de trizas. / Alborear en las grietas. // La clave de vacíos renueva su efusión. // Reír en lo quebrado. / Nuestra visión en quiebres concibe un nuevo sol”. Sin embargo, en este tercer libro la luz empieza a transformarse en lo ese soporte invisible que será de allí en adelante: el anclaje luminoso de la imagen posible. Digo “posible” porque creo fielmente en que un modo de leer la imagen en Silva Estrada ―al menos a partir de De la unidad en fuga (1957-1961)― es atendiéndola como un elemento constantemente potencial, nunca pleno, siempre dependiente de la mediación lectora. En el poema “Signos de laberinto” escribe: “Cuerdas, simple medida. / En lo habitual la fuga / y la humildad tendida a los vientos adversos”. Con la delicadeza artesanal de un albañil que, por medio de sogas, eleva una cúpula para coronar las irregularidades de un techo, así Silva Estrada articula poleas de palabras que hacen aparecer el sentido y no aquélla viceversa que es la metáfora: “Fuga que restituye: / destino de lo oscuro sacia su incertidumbre. / Visión que ya no intriga: / superficies serenas resisten y responden”.

En los textos de Del traspaso (1961-1962) vendrá la constante tensión de lo unitario para pretender, apenas, el fragmento. Es como una sierra delicada una voz capaz de “Dejar, labor de estar, de nunca / abriéndose un camino / en toda calma ahíta de hundimientos”. Poemas como “Duración uno y cuatro. Danza de Sonia Sanoja” pretenden mucho más que la enunciación individual: el poema es lo que atiende, lo que escribe son sus fronteras, se recorta del mundo, demarca su lugar: está territorializándose. Del traspaso es una cantera de vacío de la cual un mutismo aparente se abastece de abismos, de blancos de página. Y es que entonces la fascinación sólo podía provenir de una forma que transgrede todo referente existente en las afueras del poema. Oponiéndose a la luz, proveyendo sombras, este poemario parece ser compañero de otras formas que vendrán a definirse inatrapables: Carlos Cruz-Diez, Jesús Soto, Gego...

2. Con Literales. Como pequeños móviles en una calma de vientos, la mayoría de los textos de Literales (1962-1963) se sostienen en equilibrio perfecto (visual, sonoro, gráfico), habitando la holgura de unas imágenes que remiten a la serena pero vasta voz de Enriqueta Arvelo Larriva, dueña de una poesía cuya intensa influencia se pone en evidencia en el trabajo de Silva Estrada a partir de este poemario. Los versos finales de “Instancia frente a una sabana amanecida”, en el poemario Voz aislada (1939) parecen alumbrar todo Literales: “Respetaré ―tanteando― tus pájaros y tus ingenuas flores / y haré en tu anchura conscientes trazados de augurios. // Háblame, llano. / Húndeme tu acento”.
El encuentro del poeta con la brevedad parece, hoy, una alegoría de lo absorto. Basta leer los verbos y tópicos dejados atrás repitiéndose en la voz del poeta, pero con nuevo ánimo: “Dejar que se abra paso, / dejar / de extremo a extremo el acento inaudito. / Un más allá relega la pobre conjetura / y el asentir escucha el creciente circuito”; o el surgimiento de una voz nueva como en “Acento sobre blanco / se abre paso, nos recobra, / nos salva del trasmundo, // niega los símbolos, / nos hace respirar la variación novedante // y el acento pasado, ese mensaje / profundamente hueco en el rostro difunto”.

En la poesía venezolana, pocas voces han sido tan fuertes como la de Silva Estrada para permitirse el contagio de una poética sin sufrir el riesgo de ser eclipsados por una influencia tan poderosa: Reynaldo Pérez Só, Luis Alberto Crespo, Igor Barreto...

3. Tras Acercamientos. Entre 1963 y 1967, Silva Estrada escribe el poemario Acercamientos, un libro de lector, quizás el más reflexivo de toda su obra, que emplea el verso como herramienta de contemplación de sus afueras, incluso hasta las regiones de la crítica. Mientras, una prueba de que la poesía de Silva Estrada había alcanzado el anhelado volumen es la convivencia con los más destacados artistas plásticos. Los textos de Lo nunca proyectado (1964), en compañía de unos grabados de Gego, fueron certeros golpes de cincel que condujeron hasta el conocido poema escrito a la “Reticulárea” como momento climático de la conjunción de las apariciones de la plástica en la obra del poeta.

Pocos críticos han atendido la importancia de los años que siguieron a Literales en la poesía de Silva Estrada como Oscar Rodríguez Ortiz. Su ensayo “Trans-verbales: el azar y el absoluto” (publicado en 1998 por la revista Imagen y reeditado en 2008 por El Salmón – Revista de Poesía, Año I No. 3) evidencia una coincidencia que debe enorgullecernos: “en el mismo momento en que Alfredo Silva Estrada concibe para publicar los tres pequeños volúmenes de la serie Trans-verbales, Octavio Paz, por ejemplo, está editando los celebrados libros Blanco, Discos visuales, Topoemas o Renga”. Gracias a una inquietud que no precisó de los eBooks para poner en tensión la idea del libro como objeto, Alfredo Silva Estrada editó en Francia Trans-verbales 1 (1967), con Carlos Cruz-Diez y John Lange al cuidado de la edición, para luego editar en Caracas los Trans-verbales 2 y Trans-verbales 3 (1971). Ese compendio de versos-naipes (tres sobres plegados ―uno rojo, uno azul y uno verde― que contenían las tarjetas Trans-verbales) fueron contemporáneos con los cuestionamientos de la forma que en París o México sucedían con igual genio. Esa fractura del paradigma iniciada por el golpe de dados de Mallarmé llegaba a su máxima expresión: un no-poemario, artefacto poético incatalogable y conectado con el lector, de quien exigía una renuncia a la pasividad como vía única hacia el poema. En medio de ese juego versus el libro estuvo el hito editorial que legitimó el ascenso de la obra de Alfredo Silva Estrada a ese Parnaso de papel que fue la colección Altazor.
Justo antes de la segunda edición de la compilación Acercamientos (hecha en 1977), un libro audaz y curioso como Los moradores (1975) siguió retando a los lectores: “Así, por instantes, nos sorprenden los moradores / Cuando habitamos el silencio de los pacientes signos / Y la primera persuasión de la luz rozando nuestra piel”. Ni hablar de lo que representó la aventura irreproducible de Los quintetos del círculo (1978), secundada por Contra el espacio hostil (1979) como una celebración de la palabra. De allí a Dedicación y ofrendas (1986) y De bichos exaltado (1989), para que en 1992 apareciera la tercera edición de Acercamientos, enriquecida hasta los textos de ese animal bicéfalo que es Por los respiraderos del día / En un momento dado (1980-1992). Finalmente, será Al través ―escrito entre 1993 y 1995; editado en 2000― el poemario que devuelva el verso de Silva Estrada al juego arriesgado del trapecio, al verso como dimensión posible (no sólo para la metáfora, sino además) para la forma.


Una voz ausente en antologías esenciales. Una poética arriesgada hasta los bordes de la soberbia. Una carrera literaria similar a una épica emancipadora del verso. Permanece la esperanza de que una edición de la poesía completa de Alfredo Silva Estrada pueda ser un gesto de agradecimiento y no uno de despedida.

jueves, julio 31, 2008

A propósito de Klimt…



A propósito de Klimt…

una noticia como aproximación a las nociones Historia y Obra de arte en Walter Benjamin


En las primeras semanas del año 2006, cinco piezas del artista modernista austriaco Gustav Klimt (1862-1918) estuvieron involucradas en una polémica de galerías y periódicos: dos retratos Adele Bloch-Bauer (1907 y 1912), los paisajes Beechwood Forest (1903), Apple Tree I (c. 1911) y Houses in Unterach on Lake Atter (1916), durante años considerados unos de los tesoros más significativos del capital cultural plástico de Austria, fueron reclamados por María Altmann en un litigio que ésta mantuvo durante años por el robo de tales cuadros perpetrado a su familia durante el régimen Nazi. Maria Altmann, miembro de una familia judía de Viena, es la sobrina de Adele Bloch-Bauer, quien falleció cuando ella tenía nueve años, en 1925.

Durante el fin de semana anterior a que se descolgaran los cuadros de las paredes de la vienesa Galería Belvedere —luego de variopintos intentos del Estado austriaco por adquirir al menos algunas de las costosas piezas en cuestión—, miles de personas asistieron en masa a “despedirse” de Adele. Las cifras estimadas fueron 8.000 visitantes entre el viernes y el domingo, víctimas silentes de enormes colas y temperaturas poco amables (incluso, la Galería Belvedere se vio forzada a extender sus horas de visita hasta la madrugada). Apenas algunos días después, María Altmann ponía en subasta el conjunto de Klimt en un valor estimado de 250 millones de euros, no sin declarar antes que a su abogado, Randol Schoenberg, le correspondería el 40% de la venta de los cuadros, mientras ella sólo se quedaría con un 25%, entre impuestos y otros gastos. Las piezas siguen en venta, expuestas en Los Angeles County Museum of Art (LACMA), en Estados Unidos.

Este episodio, reciente y polémico, propone instancias fértiles para dialogar con las ideas que Walter Benjamin expone tanto en La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica como en Dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre el concepto de historia. La reparación histórica de los desmanes de El Holocausto en la Segunda Guerra Mundial que subyace en la recuperación de las piezas de Klimt por María Altmann acaba mercantilizando a la obra de arte, reduciéndola a un valor de cambio que, en este caso, se enfrenta a la idea del capital cultural que esos mismos cuadros representan aún en la identidad vienesa. ¿Cómo sucede esta reparación histórica, desgoznada temporalmente, a la vez que genera una irrupción en instancias ajenas a los eventos de setenta años atrás, como lo es el capital cultural del ciudadano vienés de este siglo? Además, ¿existe una conexión posible entre el poder de la Adele original y su presencia benjaminiana en la Galería Belvedere (ese aquí y ahora; Dasein) y la anexión de Austria, en las décadas de los treinta y cuarenta, al régimen nacionalsocialista liderado por Adolf Hitler? ¿La idea de la posesión íntegra —recuperada, y en esa medida revivida— del tesoro familiar repara en modo alguno las grietas del condenable hurto de capital cultural ejercida por el ejército nazi a las familias judías? Si es así, ¿por qué proceder a la venta inmediata de las piezas en una condición que ya excluye al estado austriaco como comprador privilegiado? ¿Por qué el intento de recuperación se pone en ejercicio con las piezas de arte y no, por ejemplo, con la fábrica familiar que el esposo de María Altmann, Fritz Altmann, tenía junto a su hermano y entregó al régimen para poder salir libres del campo de concentración de Dachau?

Es cierto que todas estas dudas se articulan con el impacto de un hecho reciente que permite polemizar en torno al funcionamiento —privado y público— de la obra de arte como insumo cultural y, en este caso, mercantil. Pero, además, permite el intento de servirse de conceptos como los de Pierre Bourdieu acerca del gusto y del capital cultural —expuestos en La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979)— para establecer un diálogo con las ideas que refieren a la reparación histórica y a la obra de arte en el siglo veinte en el ejercicio real y constatable —por medio de noticias, entrevistas y testimonios disponibles en los archivos de prensa y las agencias de noticias asequibles en la web— para atender a las incuestionables vigencias del pensamiento de Walter Benjamin tomando como punto de partida un evento registrado sin mediación: la noticia que reporta cómo la sobrina de la musa de Klimt convierte en retrato de su tía —otrora tesoro familiar; otrora tesoro nacional; ahora tesoro cambiario; siempre capital cultural— en un evento que Benjamin posiblemente recortaría de Le monde como un síntoma de nuestro tiempo, como un insumo, como un trocamiento de valor que invita a una lectura materialista, dialéctica y benjaminiana, pero momentáneamente se comporta apenas como otro sema sociocultural de un legajo que adviene.


NOTA: ESTE TEXTO ES SÓLO UN DOCUMENTO DE REFERENCIA PARA LA PONENCIA ELECTRÓNICA "A PROPÓSITO DE KLIMT", PARTE DEL SIMPOSIO DE LOS CURSANTES DEL SEMINARIO DE LITERATURA Y SOCIEDAD [Universidad Central de Venezuela.Facultad de Humanidades y Educación. Maestría de Estudios Literarios], A CARGO DE RAFAEL CASTILLO ZAPATA. EN TANTO ES SÓLO UN ANTEPROYECTO, PRESENTADO EL 10 DE JULIO DE 2008, QUE PRECURSA LO QUE SE TRABAJARÁ EN LA PONENCIA ELECTRÓNICA CONTEMPLADA COMO ENTREGA FINAL.

viernes, agosto 17, 2007

Persignarse con Elena Poniatowska



La narradora y periodista mexicana Elena Poniatowska acaba de recibir el Premio Rómulo Gallegos por su novela El tren pasa primero, convirtiéndose así en la segunda mujer que obtiene uno de los galardones literarios de más prestigio en Latinoamérica.

por Willy McKey y Santiago Acosta


[PUBLICA EN PAPEL LITERARIO MAÑANA SÁBADO 18 CON UN ERRORCITO]


Junto a la piscina de un hotel, a una cuadra del Celarg, la autora de El tren pasa primero calmaba con un jugo de frutas el insomnio obligado. Sus ojos azules estaban martillados por el sueño y el sol del mediodía, sufría los accidentes de un bolígrafo ineficaz y aún no le confesaba a nadie la alegría que le causó descubrir que en 1906 uno de los jefes de estación del Ferrocarril Central de Venezuela era, precisamente, el futuro autor de Doña Bárbara. Verificaba los nombres de su lista de medios como el colector que revisa los boletos de cada pasajero del tren. Antes del viaje, nos hicimos la cruz para poder hablar de los muertos.

Esta novela tiene su semilla en una biografía, ¿cierto?
Yo quise hacer una biografía de Demetrio Vallejo, pero eso fue en los años sesenta. Él aún vivía y yo iba a leerle los capítulos en la cárcel donde estaba y se dormía. Yo leía, leía y leía, y cuando volteaba a verlo estaba dormido. Y me dije ‘No, pues, si este que es el protagonista se duerme esto es una porquería’, ¿verdad? Servía de somnífero…
Quizás era porque él ya se sabía la historia…
Eso es un consuelo que ustedes me dan. Pero yo dejé todo ese material… lo guardé por casi cincuenta años. Pero un día le pregunté a un muchacho si sabía quién era Demetrio Vallejo y me dijo ‘¡Ay, no! Ni idea’, con desprecio… como barriéndolo. Entonces me dolió y pensé que los personajes populares siempre se olvidan, mientras que los personajes que son más importantes por su dinero tienen amanuenses y escribanos que les hacen sus biografías. Entonces, decidí retomarlo y, con Vallejo ya muerto, hice como se me dio la gana: le inventé muchas mujeres y qué sé yo. Además, él me ponía muchas restricciones, me decía que un líder no tenía vida personal, y yo le decía ‘Pero si usted tiene un montón de mujeres…’, y él me respondía ‘Ah, no, pero eso usted no lo va a escribir’.
¿Y cuándo toma la decisión de llevarlo a los terrenos de la novela?
Yo nunca he tomado una decisión en mi vida: las cosas me caen del cielo. De repente empecé a recoger este material y a hacer la novela, pero como yo quería.
Entonces le cae del cielo Trinidad, el protagonista de El tren pasa primero.
Me cae del cielo y decido hacer la novela.
Creo que es el primer esfuerzo narrativo que toma la idea de la locomotora, una figura básica de la Revolución Mexicana.
Sí, pero hay que recordar una novela de Fernando del Paso que se llama José Trigo que también es sobre los trenes y que yo creo que es muy buena. Fernando del Paso obtuvo también el Premio Rómulo Gallegos, pero no me acuerdo por cuál novela, fíjese…

Se refería a Palinuro de México, la novela publicada por del Paso en 1977 y que le valió el premio Rómulo Gallegos de 1982. Fue el único accidente en la memoria de Poniatowska, una memoria clara, de periodista. Recuerda entrevistados, pormenores y anécdotas con las cuales podría llenar páginas enteras. Poniatowska ironiza animada por cierta picardía, se ríe y suelta sus respuestas con la pausa debida. Sorprende la individualidad de su palabra, tan ajena a la voz colectiva de los héroes sindicalistas de su novela. Cierta rapidez para la claridad política también la diferencia de muchos de sus personajes.

Quizás usted es más leída en sus incursiones en la crónica, el espacio periodístico…
Yo he hecho muchas entrevistas en la vida; desde 1953 hago entrevistas. Y esa fue mi escuela, porque las entrevistas me permitieron conocer a Diego Rivera, a María Félix, a Dolores del Río, a David Alfaro Siqueiros… personajes del mundo entero. Fue esa mi escuela porque tuve una formación muy deficiente: estudié en un convento de monjas y yo lo que sabía era persignarme y rezar...
¿Cómo es que Elena Poniatowska, una escritora que no tiene con México las obligaciones del terruño, sea quien haga justicia literaria con el movimiento ferrocarilero?
Creo que el hecho de nacer en París me hizo acercarme a cosas que, probablemente, me habrían parecido muy normales de haber nacido en México, porque las habría visto desde chiquita. Yo venía de un país en donde no se veían pordioseros en la calle, ni miseria, ni niños pidiendo limosna entre los coches y eso me impactó. Cuando pude ser periodista fueron los temas que me interesaron: primero los estudiantes perseguidos en 1968, luego los terremotos, luego la gente que tomaba las tierras y los que se instalaban en los cerros, sin agua y sin luz. Yo iba hasta allá a verlos y platicaba con ellos. Se hacían llamar ‘colonos’ y tomaban las tierras, sembraban y al rato la tierra era de ellos. Eso me interesó y de eso escribí, en vez de escribir sobre mi medio social, que es un medio de privilegios.
Usted conoce los espacios de la investigación. ¿Qué hizo con los datos recopilados cuando renunció a la biografía y se embarcó en un proyecto ficcional?
Esa biografía la debo tener por allí… tendría que ver si se parece a la novela. Yo creo que en todos los aspectos de la huelga sí se parecen, pero en otros no, porque a mí los discursos me aburren mucho. Todos los discursos de la izquierda me aburren… hay una retórica de la izquierda que es infame y da mucho sueño. Entonces yo todo eso lo eliminé, porque yo no me quiero dormir leyendo la novela y mucho menos pienso que el lector lo quiera.
¿Y qué hay de la bandera ficticia a la cual deben rendir honores los presos de su novela?
¡Es que a los presos les hacen hacer muchísimas cosas absurdas! Haga de cuenta que usted me dijera que, arriba de este edificio, yo debo saludar a una señora que nunca veo. No me voy a parar allí si no veo nada: es por lógica y me niego. Pero, claro, los sistemas carcelarios y los sistemas militares piden que hagas una serie de cosas que atentan contra tu dignidad. Y entonces hay que negarse.
Quizás los militares necesitan más la bandera para poder explicar…
…su estupidez. Usted perdone, pero es que a mí no me gustan los militares.

Irónicamente, la misma novela empezaba a desviar la entrevista hacia otros espacios. La disertación en torno a la política nacional apareció como una parada obligada en este viaje en tren, con una escala en la política mexicana antes de encarrilarnos nuevamente en lo que nos reunía: la literatura. El cambio de vía lo corrigió otro libro de Poniatowska, Amanecer en el zócalo, una crónica que relata el fenómeno político mexicano de López Obrador y los cincuenta días que pasó Elena Poniatowska, junto a otras artistas como Liliana Felipe y Jesusa Rodríguez, “pernoctando en el zócalo con el pueblo”.

¿Qué le hace creer en López Obrador?
Creo que es un hombre que ama a la gente y que cuando dice que quiere que a la gente le vaya bien en México, pues es cierto. Además, habla de algo que no hablan nunca los políticos y que a mí me conmueve: el derecho a la felicidad.
¿Y cree aún en los premios?
Para mí son un gran estímulo, sobre todo a esta edad. Me sorprendió muchísimo que me dieran el Alfaguara, porque yo pensé que ya no le apostaban a una escritora de mi edad… ‘ya se va a morir, ¿para qué invertir en ella?’. Pero el Rómulo Gallegos me gustó muchísimo porque es por una obra, y no por una trayectoria. La editorial manda los libros que salieron en los últimos dos años y gana el libro que escoge el jurado. Con La piel del cielo, que fue Premio Alfaguara 2001, me pasó algo curioso porque pensaron que había sido escrito por un hombre. A mí me da mucho gusto concursar, y más ganar, pero por libro y con seudónimo… sin que se sepa quién es.
¿Y a quiénes lee ahora?
Ahorita leo a un gringo judío que me da mucha alegría, Kurt Vonnegut. Leo también a Paul Auster. Antes de venir, releí Doña Bárbara… porque además yo conocí a Rómulo Gallegos. Leo a muchos mexicanos, pues tengo que leer a mis contemporáneos. Pero también yo leí a muchos franceses católicos, porque esa fue mi formación…

Poniatowska se persigna con una ironía más parecida a la confianza —o quizás a la complicidad— que permite saber que está a punto de acabarse el tiempo pautado y, con él, nuestra conversación.

¿Cómo recuerda a Rómulo Gallegos?
Es un gran novelista, un gran estructurador de la novela. Además, me gusta mucho cómo ama al paisaje. Recuerdo que era muy hosco y odiaba a los periodistas. Pero, como yo estaba muy chava, terminó concediéndome tres entrevistas. Me dijo: ‘Venga mañana…’, aunque estaba muy triste pues acababa de morirse su mujer, doña Teo. Yo trabajaba en el Novedades, en México. Él era refugiado político y muy amigo del director del Fondo de Cultura Económica de entonces, Arnaldo Orfila Reynal. También entrevisté a otro venezolano, Mariano Picón Salas, a quien quise mucho porque estaba muy en contra de los gringos. Él estaba en convalecencia y lo entrevisté en el hospital, me dijo que fuera a verlo y cuando llegué me dijo ‘Siéntese, siéntese…’, en un bordecito de la cama.
Dice usted que lee a sus contemporáneos, ¿no lo son todos los que están publicando ahora?
Sí. Por eso lo que más hago es leer y escribir… ¡y darles de besos a mis diez nietos!
¿Y qué opina de grupos como el Crack, McOndo…? Ellos revivieron los manifiestos, los movimientos, los agenciamientos colectivos en la literatura…
A mí me encantó En busca de Klingsor, de Jorge Volpi, pero después no me han parecido muy buenos sus libros. No he leído muy bien a Ignacio Padilla, ni a Vicente Herrasti, aunque está Pedro Ángel Palau, de quien presenté el libro Con la muerte en los puños. Pero el que más me interesa, desde luego, es Volpi… pero lo chistoso de la gente sobredotada como él, que es un niño genio, es que tienen su cámara oscura, ¿no? Lo importante es que la revele, pero no sé si se atreva...
Ya eso queda de parte de Volpi, ¿no?
Sí… ¿qué hará Jorge Volpi con Jorge Volpi?
Sí, ¿pero qué hizo Elena Poniatowska con Elena Poniatowska?
Pues yo creo que la maltrató muchísimo, la hizo trabajar demasiado y la usó mucho hasta la juerga. Y no tuvo suficiente fe en sí misma… no vayan a hacer eso ustedes en sus vidas... Es un poco triste, ¿verdad? Pero por lo menos sabe que puede contar consigo misma, porque sigue estando ahí…

lunes, noviembre 06, 2006

EL ARCA DE RODOLFO: un segundo pacto y la distancia


LA CARNADA: Yo no busco la verdad: sólo sé que hay un destino y eso que llevas en tu corazón. “Eso que llevas ahí” en El mundo cabe en una canción. Fito Páez
EL PLOMO:
El territorio es en primer lugar la distancia crítica entre dos seres de la misma especie: marcar sus distancias. Lo mío es sobre todo mi distancia, sólo poseo distancias. Mil mesetas. Gilles Deleuze y Félix Guattari 325


En este espacio se está gestando un rizoma... no desespere: ya viene.

jueves, octubre 26, 2006

ESCRITURADOR CONFESO: delación a la piel de papel de RCZ

LA CARNADA: El juego de afirmación y réplica implica, así, una dinámica de interacción abierta y riesgosa en la que la expectativa de sentido, la confianza en la posibilidad real de arribar a la comprensión y la capacidad de escucha del interlocutor o de los interlocutores constituyen partes fundamentales de su funcionamiento. “La esperanza hermenéutica y el diálogo”. Rafael Castillo Zapata La tentación de una lectura salvaje del texto (de la imagen) Fragmento de texto en la pieza “¿Por dónde empezar? (p. 140)”, de Rafael Castillo Zapata

EL PLOMO: La vocación es siempre predestinación con relación a los signos. Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos. Proust y los signos. Gilles Deleuze 12 El destino de este autor es dejar pasar una bocanada de aire puro con sus palabras, incluso aunque este aire puro, que es el de las ausencias, sea difícil de respirar. "Él fue mi Maestro". La isla desierta y otros textos. Gilles Deleuze 108
E
Existe una deliciosa pulsión antagónica entre el título del poema “Hacia la brevedad” de Hanni Ossott (Espacios en disolución, 1976) y la longitud necesariamente expresa en este animal-texto. Quizás para castigar esta perspicacia, ese poema de Hanni –umbral y hermosa Hanni– dice que “El trayecto de un lugar a otro no significa una extensión/ sino el proyecto de un ininterrumpido deshacerse”. Evidentemente seducido por la borrachera de la (des)territorialización, me gusta pensar que ese trayecto define una línea que se vuelve espacio habitable, hecho de los sedimentos de su transeúnte. Deleuzianamente hablando, la fórmula correcta sería decir que el juego consiste en ver a todo esfuerzo direccional devenir en dimensional, devenir expresivo, devenir arte: caminos hechos de uno mismo y no por uno mismo (¿o quizás deba decir “caminos hechos con uno mismo”?).

La palabra poética es para mí geográficamente (más bien "topográficamente") fetichizable. Siempre me ha fascinado sentir cómo la obra de un poeta guarda estrías similares a otros (incluso con ambigüedad fronteriza), delimita espacios, reparte hitos, traza líneas imaginarias, paraleliza, meridianiza, y esgrime en su interior todas sus pulsiones de sitio específico: la palabra poética territorializada. Aunque es harina de otro costal (y palabras que deben estar en otras páginas por hacer), es allí donde creo que cada poeta arma su estilo, su propia lengua, su manera "menor" de nombrar.

En ese “proyecto de un ininterrumpido deshacerse” que es el tránsito direccional (y dimensional, ¿ya lo dijimos?) de la expresión, el poeta parece armarse una casa, un refugio en donde se dedica a nombrarse. Pero la delicia de este proceso –parece– está en hacerlo cerca del borde, en la condición de un centinela de fronteras. Adueñarse de los bordes (de los márgenes del continente) permite una rica contaminación de lo contenido. Pero hay espacios más propensos a esta lúcida manifestación del apetito, del apoderarse. Un libro, por ejemplo, es un lugar en donde funcionan una cantidad de elementos que se conectan con nosotros, pero su naturaleza es ajena: lo allí escrito pertenece a otros, otros con los cuales estamos vinculados rizomáticamente. Entonces, viene la travesura escrita de hacer nuestro ese libro, apoderarnos de eso allí dicho: es la hora de la nota al margen, de invadir los bordes, de dejar la huella necesaria para que esos espacios en blanco se expresen habitados. Se convierte en un héroe (in)raptable el dueño de una página ya repleta de letras a mano que traducen al lenguaje particular de ese nuevo suelo en el cual se convierte el libro, que ya ha dejado atrás toda relación con el plástico termoencogible de una mercancía nueva: a través de la palabra nueva, como el poeta moderno, el mismo libro rompe consigo y casi nos susurra “Yo soy aquél que ayer nomás decía…”. La lectura evidenciada, entonces, es otro trayecto en el cual ininterrumpidamente nos deshacemos quienes no nos dejamos llevar por el pudor del “los libros no se rayan”, y nos salvamos allí: sedimentándonos.


Así llego a una página 140 de “Lo obvio y lo obtuso”, de Roland Barthes, en donde el artífice de las notas al margen –ése que supo a Barthes salvaje– las ha poblado lo justo. En esa página, RB habla de su “convicción del sentido obtuso”, trabajo rumiado y degustado en oportunidades repetidas que siempre dejan una relectura pendiente. Nunca pensé que esa lectura sería tan pendientemente literal: esta página 140 no está delante de mí, junto a las otras páginas que armarían el tesoro de un libro prestado con anotaciones, sino que está pendiente… pendiente, livianamente colgando delante de mí, con su otra cara 139mente complementaria, resguardada entre dos acrílicos transparentes y regidora de dos guayas finitas que la conectan con el techo-claraboya de una galería. La lección está en una nota en el borde menor de toda página, ese margen interno liado a la costura, donde el habitante de ese lugar de papel alguna vez dejó escrito su afirmativísimo “La tentación de una lectura salvaje del texto (de la imagen)”. Delante de mí, bamboleándose al ser tropezada por hombros de amigos y visitantes de galerías, estaba la territorialización de la palabra poética de un maestro, de mi “Máster”, de un artista, de un alfarero tan de mis manos, de un amigo que se nombra a sí mismo (en una extraña pirueta de apocopamiento) RCZ, pero se sabe más que eso.

Los mapas decentes ofrecen coordenadas: en septiembre de 2006, en los espacios de Periférico Caracas [G/8], Rafael Castillo Zapata expuso (puso afuera, sacó, develó, pues) sus “Escrituras”, dándonos de beber su darse cuenta de estruendo vocacional escriturador. Rafael tiene la piel de papel, de papeles, y en ese trayecto (¡viva Ossott viva!) [al deshacerse] las huellas más honestas son las que están hechas de lo escrito (¿o debería, ahora sí, decir “con lo escrito”?). RCZ habita en los espacios nombrables –es un poeta–, de lo poéticamente escritural, de lo que admite una región de dominio hecha de escritura, de intervención del lenguaje, de la palabra. Sus páginas habitadas y ahora expuestas se dejan acompañar por la intimidad de sus collages, esos que parecen hechos de madrugada por lo breves e íntimos (por deleuzianamente “menores”, por su semántica de colores y de fragmentación, por lo gratamente cercanos, por lo delatoramente próximos "ma non troppo"). Y en la cara otro fragmento de su “… (p. 140)” diciéndome casi en un silbido “instancia de la significación” o “la arbitrariedad de la determinación”, cuando ya este pecado está cometido y confeso.





Los collages de RCZ también están –ya es evidente– determinados por el trayecto de lo escrito. Ese viaje de la palabra que tiene su traducción en una universal y cosmopolita estética postal, en el sello que valida palabras que ya no pueden recogerse pero que también tientan el extravío, la pérdida, lo irrepetible del puño y la letra. Una firma que parece repetirse se equilibra entera sobre los sepias del papel, de la piel de papel. Y entonces, profe Hanni, entonces uno siente que Rafael usó los papeles más reales del mundo, que en este trayecto de verdad está disuelta su verdad, que la pérdida está en ese sello que me habla desde un cartón de 12,4 x 20 centímetros (haciendo guiños al Pérez Oramas del encartado en el catálogo de la exposición) y me dice que ese es un papel que dice, un papel vivo, un papel pleno de lo orgánico de un cuerpo sin órganos que se ensambla con la firma que se repite, con las texturas que se equilibran, con la tipografía de molde de las formas burocraticas de cartulina amarillenta. Todo aparece revolucionado, rearticulado, reterritorializado, revivido en un discurso orgánico y hecho de un sedimento vivido y vívido, hecho de RCZ (¿o “con Rafael”?). Y en cada “Envío” una nueva historia, profe Hanni (¿cómo es que narra con cada cartón?), y cada página que nos pregunta “¿Por dónde empezar?” se deja leer como un mapa (una lectura sin inicio, polifurcada, rizomática y eficaz), y los ideogramas traídos de tan lejos y uno me da nostalgia… pero en el otro “nostalgia” no sirve y usted, profe, dice “saudade” y mastica ese “-de” final, y en otro usted habla en italiano y encontramos ese pedacito de libreta Moleskine que se pone en evidencia en un relato colorido, hablador, tan diciéndonos algo. No son fragmentos que componen plásticamente un espacio: son palabras revestidas que lo habitan y salen a contarnos cada tiempo pasado. No son páginas desprendidas y genialmente subrayadas: son la vida, profe Hanni, y el desprendimiento... la disolución.




Y abro de nuevo el libro donde “Hacia la brevedad” no comienza sino que termina, y el poema me dice que “Ingrávidos y en la modulación continua, permaneceremos sólo en la brevedad…”. ¿Verdad que usted, mujer poesía y umbral, me entendería que en esta galería, detrás de esos acrílicos que se bambolean, hay tanto Árbol que nace torcido, tanta Providence, hay tanta Estación tan de tránsito… y en ese tránsito tanto "trayecto"; tanto ininterrumpido deshacerse? ¿Verdad que sí?

lunes, julio 31, 2006

SUSURRO A NERÓN: imperios ardidos y música en la colina

LA CARNADA: Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, / ni quien cultive hierbas en la boca del muerto, / ni quien abra los linos del reposo, / ni quien llore por las heridas de los elegantes./ No hay más que un millón de herreros / forjando cadenas para los niños que han de venir. / No hay más que un millón de carpinteros / que hacen ataúdes sin cruz. / No hay más que un gentío de lamentos / que se abren las ropas en espera de la bala. / El hombre que desprecia la paloma debía hablar, / debía gritar desnudo entre las columnas, / y ponerse una inyección para adquirir la lepra / y llorar un llanto tan terrible / que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante. / Pero el hombre vestido de blanco / ignora el misterio de la espiga, / ignora el gemido de la parturienta, / ignora que Cristo puede dar agua todavía, / ignora que la moneda quema el beso de prodigio / y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán. Fragmento de “Grito a Roma”, de Federico García Lorca.
EL PLOMO:
La prudencia como dosis, como regla inmanente a la experimentación: inyecciones de prudencia. Habría, pues, que hacer lo siguiente: instalarse en un estrato, experimentar las posibilidades que nos ofrece, buscar en él un lugar favorable, los eventuales movimientos de desterritorialización, las posibles líneas de fuga, experimentarlas, asegurar aquí y allá conjunciones de flujo, intentar segmento por segmento continuums de intensidades, tener siempre un pequeño fragmento de una nueva tierra. Deleuze & Guattari, Mil mesetas


Especialmente por la torpeza de todos mis otros espacios de formación, la mejor manera que tengo para elegir la mayoría de mis perspectivas es terriblemente literaria (con las ya evidentes intoxicaciones filosóficas postestructuralistas). He empezado a creer (cándidamente, quizás) que somos víctimas de un continuum histórico porque dos o tres personas claves en la mitad colectiva de la Historia no le han dado el valor adecuado a uno que otro verso, a uno que otro relato, (pongámoslo antropológicamente fácil) a uno que otro mito.
En mi mitad individual de la Historia (con cada cual en la suya armamos la mitad colectiva) consigo una prueba que me permite creer mi argumento. Es un ingenuo atisbo poético: “Grito a Roma” de Federico García Lorca, un texto que hace poco revisité accidentalmente y empezó a hacerme orbitar la idea de un emperador más próximo y fatal (precisamente por próximo). Los versos que alcahuetean mi posiblemente torpe visión contemporánea los escribió FGL desde la Torre Chrysler en Nueva York… las conexiones, a estas bélicas alturas, son sencillas e inmediatas: Nerón.
En el clásico Vida de los doce Césares de Suetonio dice que Nerón no era un tipo precisamente alto, tenía el cuerpo lleno de manchas y maloliente, el cabello tirando a rubio, ojos azules, un rostro que no era atractivo pero tampoco cabía en lo feo, vientre prominente y abultado y piernas delgadas. Por lo visto, salvo las manchas y el mal olor, los dibujos animados y la industria cinematográfica nos han mostrado un Nerón muy cercano a las crónicas de Suetonio.
[Esto puede aburrir a muchos, así que hagamos de esta fase referencial algo rápido. Su llegada al poder es, digamos, típica de su época: a los diez años tenía pocas posibilidades de llegar al trono que ocupaba Claudio, un emperador que generaba pocas quejas administrativas y era esposo de Valeria Mesalina. Clauido tuvo dos hijos: Germánico y Octavia. El asunto es que la madre de Nerón, una sobrina de Valeria Mesalina llamada Agripinila, se movió lo suficientemente bien como para convertirse en la cuarta esposa de Claudio y sustituir a su tía. Con los debidos trámites de adopción (salvando los laureles de la burocracia de la época) el 25 de febrero del año 50 Lucio se convirtió en Nerón Claudio César Druso, hijo de Claudio. Por ser mayor que Germánico (que ahora se hacía llamar Británico), Nerón era el heredero oficial del imperium. ¿Qué le sigue a esta historia para cumplir los requerimientos clásicos? ¡Pues el asesinato de Claudio! Así Nerón llegó al poder gracias a las hábiles maniobras de su madre.
Nerón tuvo en Séneca su gran maestro. Sus primeros cinco años como emperador tenían muy buena cara, tanta que emitieron una serie de monedas para celebrar el quinquennium Neronis. Ante cierta incompetencia del joven césar, las decisiones importantes eran tomadas por cabezas más capaces: su madre, Séneca o el prefecto Sexto Afranio Burro (para la Historia, Burro a secas). El asunto es que después Nerón dejó de oír a Séneca y a su madre (matándolos) y empezó a escuchar mucho más a su lira. Su política exterior adoleció de guerras, con sólo dos invasiones a Armenia. Pero su falta de temple provocó una rebelión en las provincias que impuso a Galba como el nuevo emperador, luego de que un enloquecido Nerón se suicidara: esto le puso término a la poderosa dinastía Julia-Claudia en la historia del Imperio Romano.
Cierto, falta algo: el incendio que destruyó Roma. Pues, al parecer, no fue culpa de Nerón sino de unos cristianos que aprovecharon la falta de gobierno y estaban cerca del Circo Máximo con lo suficiente como para generar tamaña audacia piromaniaca. Nerón, según las últimas versiones, estaba de vacaciones en Anzio, pero como el incendio estuvo achicharrando al imperio durante una semana le dio tiempo de verlo al llegar. Lo que no parece un rumor histórico es que Nerón había tocado la lira y cantado desde la cumbre del Quirinal mientras la ciudad se volvía cenizas. Pero ya basta de historia romana, que no nos toca…]
La mención de Nerón y de “Grito a Roma” creo que establece evidencias contemporáneas. Uno de los comentarios que más he utilizado al escribir acerca de órdenes y desórdenes es que la palabra “mundo” es el devenir de “mundus”, que significa orden. Los imperios han sido, históricamente, una figura necesaria al proponer una idea de rigor ordenado que estimula el hacer cultura (por supuesto luego de someter "amablemente" a los otros para incorporarlos a su orden). No hay nada que proponga de mejor manera la continuidad de un régimen que los lapsos faraónicos. El asunto es que siempre está allí un ente geopolítico capaz de exhibir al resto del mundo conocido su poder religioso, político y militar, teniendo siempre un período con apetito territorial que logra sumar tierras vecinas, un período colonizador que sirve para exportar su punto de vista (su mundus), un período de mantenimiento en el cual el imperio se convierte en policía del mundo, hasta llegar a una debacle que suele estar próxima a una breve temporada de excesos. Incluso, cada imperio tiene una temporada en la cual es considerado un "asistente benévolo", un cariñoso hermano mayor, un padre que vigila lo que le conviene a sus colonias. Basta revisar la historia humana y saber del reino (mítico o histórico) de Uruk, de la maravilla Helénica de Grecia, de las dinastías chinas, de nuestros regímenes imperiales Maya, Inca y Azteca, de la España de la Conquista en la cual nunca se ponía el Sol, de la ciudad de Pietrópolis fundada en Brasil para mudar al imperio portugués a espacios impensables, el imperio AstroHúngaro revivido geográficamente por un Hittler poderoso cuya mano alcanzaba hasta Italia, la República Francesa, el Antiguo Egipto, el Reino Unido bretón y, repitamos, el Imperio Romano.
Todos los imperios caídos han sido víctimas de una mano excesiva que ha tomado por momentos el mando y ha malentendido la tradición de poderes con los cuales ese imperio ha mantenido la sartén tomada por el mango. La distancia en la cual un Emperador pueda excederse es directamente proporcional a la cercanía de la debacle. Nerón significó el fin de una de las más arraigadas hegemonías en la historia humana, los Julio-Claudio, y el incendio de Roma puso en evidencia que una pequeña guerrilla de hombres barbudos y de origen ajeno al imperio, hermanados en una misma esperanza (política y religiosa, en este y en muchos otros casos) pueden hacer quedar en completo ridículo a un emperador que –completamente distante del barullo, de los cuerpos quemados y del desastre urbano– parece estar canturreando demenciales versos, en lugar de "gritar desnudo entre las columnas”, avergonzado de su mala mano.
¿Pero qué determina el exceso? Creo que una completa ausencia de prudencia… un vacío imprudente… una minusvalía de consciencia. Así como el Imperio Romano que Uderzo ridiculiza con los personajes de su historieta Astérix, los Imperios deben considerar las particularidades culturales y hasta la posible locura de sus colonias mucho antes de intentar enfrentamientos desmedidos… pero lo fundamental es tener un excelente pretexto para invadir. Un texto de Milan Kundera expone su visión de la entrada de los rusos en su país como un gesto terriblemente bizarro del tipo “Pobres checoeslovacos, no saben lo mucho que los queremos. Debemos incluso matarlos e invadirlos para que sepan lo mucho que los queremos y entiendan que esto lo hacemos por su bien”. Incluso, esa suerte de cariño trastocado que pone Kundera en la boca de los rusos es mejor pretexto que una cadenita de mentiras que intentan taparse unas a las otras.
El imperio que a mí generación le está tocando vivir tiene la aburrida estructura de lo unipolar. Hace algunos meses escuchaba con ajena nostalgia las anécdotas de mi abuelo y de mi suegro, comiéndome el alma una extraña envidia de alguien que incluso añora tiempos épicos de bipolarizacón mundial, de banderas con estrellas y banderas rojas, de canallas como McCarthy que dividían al mundo entre buenos y comunistas, de franquismo abigarrado versus rojos que morían de pie. Pero todo lo define un desastre, todo lo acaba definiendo un exceso. Cierto que ya la bipolarización no tiene que ver con que algunos van a misa y otros leen a Marx, o que los misiles de unos están puestos en Cuba y los de los otros apuntan al Kremlin. Algo tan complicado sería completamente ajeno a nuestro tiempo de feroz sencillez: la vaina es que ahora el Imperio deja ver sus costuras; lo que termina de molestar es un silencio cómplice y las bocas repletas de sutilezas. El imperio que nos tocó no tiene la sonrisa bizarra de los rusos que se quejaba Kundera, ni Líbano es un pueblito de las Galias con un druida que prepara pociones mágicas para enfrentar a los centuriones del César. Lo que sí es un poco más creíble es que la guerra se haga por un dios, “for a God”, sólo que se hace evidente que es el que tipográfica y topográficamente es invocado en el reverso de los billetes de un dólar.
El nuevo Nerón tiene, incluso, un escenario de columnas blancas desde donde despacha. Sabemos –como la antigua Roma– que los imperios no suelen ejecutar batallas en su patio: la guerra es el único deporte en el cual conviene jugar de visitante. Si hacemos un repaso con ojos iraquíes, el paso del poder del Imperio sigue siendo hegemónico y tanto Nerón padre como el nuevo Nerón se fascinan con el mismo incendio. Continuando con la tradición familiar, Bush asistió a la Phillips Academy en Andover, Massachussets y siguió los pasos de su padre en Yale, ingresando a la sociedad secreta Skull & Bones. Pero la hegemonía Bush en Estados Unidos ha sido un claro derroche de torpezas, teniendo en Bush Jr. el mejor ejecutor de papelones de los 43 presidentes que lleva “la unión”. Lástima que las consecuencias de sus errores no puedan quedarse en las risas que producen Letterman y Leno en sus talk-shows: anteayer me enteré que de los 56 muertos del día en Líbano, 34 eran niños.
Es más que lúcido García Lorca cuando escribe que “El hombre que desprecia la paloma debía hablar,/debía gritar desnudo entre las columnas,/y ponerse una inyección para adquirir la lepra/y llorar un llanto tan terrible/que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante”. Incluso, como Nerón, Bush Jr. es irresponsable con sus súbditos: más allá del gesto de ponerse su chaqueta de aviador y visitar por dos horas a los soldados que exponen el pellejo en Bagdad, por ejemplo, sería grato ver a Mr. Bush envalentonarse como los presidentes de EE.UU. que pone Hollywood en películas taquilleras a echarle pichón y fajarse como un hombrecito. “Pero el hombre vestido de blanco/ignora el misterio de la espiga,/ignora el gemido de la parturienta,/ignora que Cristo puede dar agua todavía,/ignora que la moneda quema el beso de prodigio/y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán”.
Si los estadounidenses padecen de algo es del mezclote terrible que tienen entre la idea de la cultura y la historia política. Muchos de los símbolos que deberían tener un carácter patrio se han convertido en productos culturales de masa: Cher cantando el himno nacional (mañana Paula Abdul), Britney enfundada en un leotardo con la bandera y la hermandad entre todos los estados de la unión para celebrar el 4 de julio. Cuesta atisbar en su idiosincrasia otro plato típico que no sea “Exportadores de Libertad”, alguna cancioncilla común entre ellos más allá de la que inicia cada partido de pelota, u alguna otra manifestación folclórica que no se reduzca a espacios visiblemente abandonados de gobierno (Armstrong et Dizzy dixit). Es posible tropezarse con la idea de que su equivalente a nuestros Diablos de Yare son los Yankees de Nueva York (tanto el equipo de béisbol como la patota patriótica de la Guerra Civil… Go Yankees!), que nuestro pabellón tiene su contraparte en la primera enmienda de su constitución, y que María Lionza tiene su traducción angloparlante en Pocahontas, señora de Smith. Pero son males propios del Imperio, de todos los imperios… es producto del apetito territorial que termina haciendo coterráneos a personas distanciadas culturalmente: es la consecuencia del “de costa a costa” a toda costa (y aún así México tiene esa hermandad tan bella con la muerte, lo azteca, el chile poblano y la extendida tortilla. Antiguo Imperio Azteca, “pobre México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”, dicen).

Pero nada es más evidente prueba de debacle que el silencio imperial. Hace semanas Israel emprendió un genocidio en el Líbano y ha arremetido con fiereza contra un pueblo que carece de un potencial bélico que permita equiparar la locura de Sión. Las tropas del “policía del mundo” están distraídas en Irak buscando al menos un paquete de dátiles infectado para alegar que las armas de destrucción masiva ameritaban su entrada (y su permanencia) en la antigua Babilonia. Uno hace memoria y repasa las recientes Haití, Afganistán y la Alemania de 1944 y se figura a los marines asistiendo raudos a todo evento en donde fuera requerida la S enmarcada de Supermán.
Ni hablar de la aparente parálisis de los cascos azules, tan dados a instalarse velozmente en cualquier pelea de ascensor que se arme en América Latina. El asunto es ponerse a pensar en lo rápido que se armó el Waterloo napoleónico y el Watergate del Nixon canalla… pero está Bush con el water hasta el cuello y nadie chista desde un curul (un curul cualquiera: del senado, de Onu, de Fox News… de donde sea), aunque muchos puedan bajar por Emule® la versión digital de Nikita Kruschev tronando su zapato en tiempo de rocanrol, el discurso de “la Historia me absolverá” y hasta versiones en PDF de los documentos de McCarthy y el KuKuxKlan. Aún así, todos se distraen… silencio imperial. ¿Cuál habrá sido el error de Nixon para que le vieran tan rápido las costuras? ¿Será ponerse en contra a los medios de pico sutil? Esos mismos que traducen genocidio como “crisis”, prisioneros de guerra como “soldados secuestrados” y a una guerra cruenta la bautizan como “coyuntura histórica”. Más vil es la reacción de la supuesta oposición estadounidense, más calladita aún. Lo único que logra es que en la entrega del Oscar dos o tres premiados hablen mal de la guerra y salven su reputación en transmisión diferida. Nadie quiere la guerra, todos afirman que Bush se equivoca, pero aún así le dejan tiempo suficiente para invadir dos o tres cositas más hasta enero del 2009. Mientras tanto, Michael Moore no pasa de ser un éxito de taquilla y Jhon Kerry, otrora candidato opositor a Bush, no capitaliza la idea universal de la Paz... ni siquiera como estrategia política. Quizás le habrá mandado un breve correo electrónico al pasajero del Air Force One para decirle "Jorgito, ahora sí que te pasaste", pero nadie conoce a nadie y los que deben hacer nada hacen cuando los niños del Líbano practican su puntería para devenir soldados mucho antes de la llegada juvenil del acné.
Nerón –el original, el del año 54 d.C.– no tenía desmedidos apetitos bélicos, sus excesos eran otros. Incluso, muchos adjudican su fracaso a estar más pendiente de sus experimentos sexuales y musicales que de la expansión de la gloriosa Roma. Muchos estarán de acuerdo con que Bill Clinton parecía menos nocivo y nunca dejó de tocar a su saxofón y a sus becarias. Aún así, cuánta falta le hace a Bush Jr. parecerse a Nerón por el lado que escogió Clinton antes que por la mueca completamente desquiciada de un emperador canturreando mientras debajo de él todo arde en llamas. De pronto es oportuno que alguna odalisca (mejor si es una hieródula) se le acerque y distraiga sus laureles con un susurro a Nerón, a falta de Gritos a Roma.

viernes, junio 23, 2006

[TEXTO EN CONSTRUCCIÓN] 22.06.86: hace 20 años D10S bajó al Estadio Azteca

LA CARNADA: El primer gol fue ilegal, es cierto, pero el segundo valió por los dos. Bobby Robson (DT de Inglaterra en México '86)


EL PLOMO: La manada, incluso en su propio terreno, se constituye en una línea de fuga o de desterritorialización que forma parte de ella, y a la que da un gran valor positivo; las masas, por el contrario, sólo integran tales líneas para segmentarizarlas, bloquearlas, afectarlas de un signo negativo. Canetti señala que en la manada cada miembro permanece solo a pesar de estar con los demás. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 40
En este espacio se está gestando un rizoma... no desespere: ya viene.


POR AHORA UN ABREBOCA: Maradona es un héroe, en todo el sentido literario de la palabra: ése que llega desde abajo y corona la cima, ése que de niño sostuvo un balón en el aire durante dos horas logrando que algún sacerdote del fútbol le pusiera el aceite en la frente, ése que en su soberbia puede convertirse en un mal ejemplo pero siempre da con la victoria, ése que cae y se levanta sin perder el brillo, ése que traduce el dolor de todos los fanáticos en cada derrote. Es un ídolo: una figura que está allí en apariencia, pero que apenas simboliza una parte de todo lo que representa. No es Pelé, puro talento y ejemplo... no es Ronaldinho, puro talento y carisma.... no es Zidane, puro talento y genio.... no es Beckham, puro talento y mass media. Maradona es talento, ejemplo (así sea malo, pero ejemplo), carisma, genio y mass media: es como si el fútbol tuviera un dios que decidió hacerse hombre para entender el juego desde el dolor. Eso es Maradona: un ídolo --no de madera, ni yeso, ni bronce... sino de barro--, un significante de algo más poderoso que un jugador que se perdió en las drogas. Hibris y exceso: Maradona es un héroe, en todo el sentido literario de la palabra...

[TEXTO EN CONSTRUCCIÓN] Asunto café

LA CARNADA: El café es bueno para la salud, dicen especialistas. Pero no cualquier café. Sino del bien negro y bien cargado. BBC de Londres.
EL PLOMO: Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 11
En este espacio se está gestando un rizoma... no desespere: ya viene.

miércoles, junio 21, 2006

[TEXTO EN CONSTRUCCIÓN] MI VIDA NO ES SANA: de cómo algunos humanos desprecian nuestra sonrisa

LA CARNADA: El estrés, producto de una vida acelerada, hace que se pierda el calcio contenido en el cuerpo. Una nutrióloga mexicana llamada Nelda Garza.
EL PLOMO: Reconocemos aquí la posición esquizofrénica, estar en la periferia, manteniéndose en el grupo por una mano o un pie. A ella opondremos la posición paranoica del sujeto de masa, con todas las identificaciones entre el individuo y el grupo, el grupo y el jefe, el jefe y e grupo; formar parte plenamente de la masa, aproximarse al centro, no permanecer nunca en la periferia, salvo cuando la misión lo exige. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 40

En este espacio se está gestando un rizoma... no desespere: ya viene.

domingo, abril 16, 2006

CRÓNICA PREDECIBLE DE G & S: el (demasiado) ego del ungido y el sangrador del durazno

LA CARNADA: La indómita luz se hizo carne en mí y lo dejé todo por esta soledad. G & S
EL PLOMO: El nombre propio es la aprehensión instantánea de una multiplicidad. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 43Escrito está en las antiguas partituras: el primer hombre y la primera mujer se conocieron y supieron de sus diferencias, las acercaron demasiado y eso se pareció mucho a la sabiduría del dueño de los árboles –ese espíritu "dioico y eterno" que no precisaba ayudas ni para el placer ni para el saber– y éste los expulsó a ambos del sembradío frutal, luego del episodio de la serpiente. Ya migrados, el dueño de los árboles los seguía vigilando con celo gracias a que pudo construir una eficiente matriz de opinión que señalaba a cada comedor de frutas ajenas (sobre todo los que se dejaran aconsejar por un ofidio parlante) como un merecedor del sudor y de la menarquia. Viviendo en las afueras de la Casa Grande de la hacienda, el primer hombre y la primera mujer de nuevo acercaron una que otra vez sus diferencias y de esta manera engendraron dos hijos varones. Las nenas llegaron después.

Caín y Abel, de Gustave Doré


Como buen abuelo, el hacendado fue más amable con los nietos. Ya constaba en algunas conversaciones previas que el mayor de los hijos tenía que consagrase a él: al llegar a cierta edad tenía que hacerle algunas ofrendas y así, con unos pequeños trámites proteicos, se haría de la bendición de esta especie de antepasado (y molde perfecto) de la figura del Señor Feudal. Pero el mayor no salió al abuelo, aunque rezaba con buena rima no le gustaba cercenar cuellos de corderos sobre la roca señalada y la fruta que recogía la destinaba al consumo doméstico y familiar: algo presentía, sabía que no se iba a poder, que ese asunto de seguir adelante con el peso de una bendición de esa estatura sería difícil.

Al final, fue el menor de los dos hermanos –aunque terrible y malcriado– quien se quedó con todas las bendiciones pendientes. El abuelo hacendado se hizo de la vista gorda y no quiso admitir que eso de botarlos de casa había sido una exageración (si hacemos memoria, la serpiente seguía dentro de esa suerte de primer jardín botánico). Premió al benjamín con un oído perfecto, lo que le permitió supervisar los pentagramas de los primeros pájaros de la creación; su actitud rebelde y subida de tono le confirió una diabólica (pero auténtica) simpatía y gracia que podía contagiar euforia a los mismísimos arcángeles que vigilaban la puerta de la hacienda de donde, años atrás, expulsaron a papá y a mamá; sus dedos eran soldados rigurosos, veloces, capaces de reproducir cualquier melodía: el Señor había construido para él una hilera de tubos coronados por querubines cantores que eran activados por sus dedos y reproducían el soundtrack del postgénesis con este teclado celestial y primitivo. Era un Abel, era el bueno, era el ungido.

El mayor seguía preferiblemente alejado de cualquier bendición. Prefería hacer lo suyo sin la ayuda de talentos sobrenaturales. Labraba el suelo que pretendía habitar con la ayuda de un burro (quizás uno de los primeros de la historia de la caballería menor). Sin ayudas paranormales, era muy difícil crear. Se supo colocar al borde de todos, al margen, entre la casita que pudo armar su padre y la cerca de la baranda que limitaba las tierras del abuelo. En ese espacio pudo avisar mucho y, sin exponer diferencias con nadie y mucho menos acercarlas a un apéndice de su costilla, empezó a advertir la era de uranio y otros desmanes, producto del recientemente patentado “libre albedrío”. Demasiada información para haber nacido antes de que se entendiera la figura del místico como alguien cercano a esa barandita divina. Era un Caín, era el malo, era el poeta.

Entonces, viendo que podía producir lo mismo y hasta más sin ayuda divina, el Ángel de La Muerte (algo muy parecido a un capataz) se apareció en el fundo del mayor, levantó una mano y una centella cayó justo en el cuello del burrito, dejándolo en los huesos. Despertando por el sonido tardío del trueno, el mayor sólo vio la quijada del animal y algunos restos de las riendas caerle a los pies. La ira lo llenó entero… el sonido tubular de los ángeles de su hermano menor le sirvió de cortina para hacer un aparato que juntaba las cuerdas y el maxilar de la bestia: se acercó a la baranda, justo donde asomaban las ramas de un duraznero, y golpeó sus frutos hasta hacerlos caer y sangrar. El menor se entusiasmó al ver a su hermano cegado y colérico, apretó las teclas de su órgano como nunca y se embriagó de sostenidos y bemoles. En el último golpe a las ramas, la quijada de la bestia se le escapó de las manos al mayor y golpeó letalmente al menor, que quedó muerto con una sonrisa anclada al tubo del Do mayor.

El Ángel de la Muerte volvió a manifestarse y sentenció que el mayor había cometido, imperdonablemente, el primer crimen de la historia. Nadie le explicó nada cuando murmuró, inocente y humilde:

– ¿Y acaso ustedes no mataron primero al pobre burro?

Eso bastó para que el Señor le tachara eternamente. Quedó condenado a los herméticos territorios de la sombra. La gente que vendría después de ellos sólo asistiría en volúmenes enormes a escuchar al genio de su hermano menor –semirevivido, semimuerto, siempre tambaleante, deliciosamente irreverente y seductor–, mientras que a él se le daría con dificultad terrible la figura del estribillo y se enfrascaría en un mensaje difícil y oscuro, metafórico, poético y enroscado: con la voz alargada y jadeante, como aquella primera serpiente.

Abel, Carlos… seguía creando con divinidad, con maestría inmediata, con ángeles y musas (de las que hablaría Lorca: otro hermano mayor, otro Caín), y el resto del universo lo tararearía y se admiraría con sus gestos audaces e hipnóticos: sobreviviría a clavados de nueve pisos, sobreviviría a excesos nasales y hepáticos, sobreviviría a sí mismo. Caín, Luis Alberto… tendría que usar la artesanía, emplear las técnicas de arado con bestias, rasguñar los restos de las riendas en la quijada-arma asesina, cantar bajito y esperar humilde el aplauso que su hermano, en ocasiones, exigía. Incluso, luego de que Charly se quedara con manzanas, ángeles y musas, Luis Alberto se mudó a un valle donde todos los duraznos eran de los duendes.

El 2 de julio de 2005 pude ver a Abel, aún excesivo y malcriado, encantarme e hipnotizarme con su bigote marcado de genio y su desprecio por las sillas que no son tronos. El auditorio estaba abarrotado, las mujeres de mi especie bailaban frente a él y asomaban sus escotes al más andrógino de los oídos, se rifaban un boleto al jardín de pasar la noche con este titán medio muerto por culpa de un quijadazo de polvo que era más un accidente. Era la fiesta del ungido, del predilecto, del tocado por Dios. Y todo fue bueno.

El 1º de abril de 2006 pude ver a Caín, aún sonriente y descreído, arrodillándose delante de nosotros agradeciéndonos el aplauso con una emoción infantil y cándida de un músico que no esperaba tanto de mí. Tocó de pie su quijada rellena de cuerdas y no exigió tronos: sólo algo de agua y oídos sin nostalgia. El auditorio estaba con los mínimos, las mujeres de mi especie se sonreían amables y asomaban su pecho a la más jadeante de las voces. Era la fiesta del humilde, del titán humano, de Prometeo poeta. Y todo fue bueno.

Dejo testimonio de que he podido ver –en el Aula Magna de la UCV, el mismísimo lugar en el cual se guarda la más cercana de mis metas– a los dos gigantes del rock argentino: Charly García y Luis Alberto Spinetta, ambos en compañía de la mujer de mi vida y tarareando con ella canciones que ya se han acercado a sus oídos. Incluso, Diajanida nos acompañó al asunto de "Yo soy el Charly, vos no". Ambos son monstruos igual de grandes, igual de genios, cada uno con el cuello propio que les corresponde en la anatomía de la más hermosa Hiedra del rock en español. Se sabe que la mítica vez que pudieron unirse no compitieron: sólo decidieron rezar el uno por el otro.

Manuscrito de Rezo por vos, por García y Spinetta