lunes, noviembre 06, 2006

EL ARCA DE RODOLFO: un segundo pacto y la distancia


LA CARNADA: Yo no busco la verdad: sólo sé que hay un destino y eso que llevas en tu corazón. “Eso que llevas ahí” en El mundo cabe en una canción. Fito Páez
EL PLOMO:
El territorio es en primer lugar la distancia crítica entre dos seres de la misma especie: marcar sus distancias. Lo mío es sobre todo mi distancia, sólo poseo distancias. Mil mesetas. Gilles Deleuze y Félix Guattari 325


En este espacio se está gestando un rizoma... no desespere: ya viene.

jueves, octubre 26, 2006

ESCRITURADOR CONFESO: delación a la piel de papel de RCZ

LA CARNADA: El juego de afirmación y réplica implica, así, una dinámica de interacción abierta y riesgosa en la que la expectativa de sentido, la confianza en la posibilidad real de arribar a la comprensión y la capacidad de escucha del interlocutor o de los interlocutores constituyen partes fundamentales de su funcionamiento. “La esperanza hermenéutica y el diálogo”. Rafael Castillo Zapata La tentación de una lectura salvaje del texto (de la imagen) Fragmento de texto en la pieza “¿Por dónde empezar? (p. 140)”, de Rafael Castillo Zapata

EL PLOMO: La vocación es siempre predestinación con relación a los signos. Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos. Proust y los signos. Gilles Deleuze 12 El destino de este autor es dejar pasar una bocanada de aire puro con sus palabras, incluso aunque este aire puro, que es el de las ausencias, sea difícil de respirar. "Él fue mi Maestro". La isla desierta y otros textos. Gilles Deleuze 108
E
Existe una deliciosa pulsión antagónica entre el título del poema “Hacia la brevedad” de Hanni Ossott (Espacios en disolución, 1976) y la longitud necesariamente expresa en este animal-texto. Quizás para castigar esta perspicacia, ese poema de Hanni –umbral y hermosa Hanni– dice que “El trayecto de un lugar a otro no significa una extensión/ sino el proyecto de un ininterrumpido deshacerse”. Evidentemente seducido por la borrachera de la (des)territorialización, me gusta pensar que ese trayecto define una línea que se vuelve espacio habitable, hecho de los sedimentos de su transeúnte. Deleuzianamente hablando, la fórmula correcta sería decir que el juego consiste en ver a todo esfuerzo direccional devenir en dimensional, devenir expresivo, devenir arte: caminos hechos de uno mismo y no por uno mismo (¿o quizás deba decir “caminos hechos con uno mismo”?).

La palabra poética es para mí geográficamente (más bien "topográficamente") fetichizable. Siempre me ha fascinado sentir cómo la obra de un poeta guarda estrías similares a otros (incluso con ambigüedad fronteriza), delimita espacios, reparte hitos, traza líneas imaginarias, paraleliza, meridianiza, y esgrime en su interior todas sus pulsiones de sitio específico: la palabra poética territorializada. Aunque es harina de otro costal (y palabras que deben estar en otras páginas por hacer), es allí donde creo que cada poeta arma su estilo, su propia lengua, su manera "menor" de nombrar.

En ese “proyecto de un ininterrumpido deshacerse” que es el tránsito direccional (y dimensional, ¿ya lo dijimos?) de la expresión, el poeta parece armarse una casa, un refugio en donde se dedica a nombrarse. Pero la delicia de este proceso –parece– está en hacerlo cerca del borde, en la condición de un centinela de fronteras. Adueñarse de los bordes (de los márgenes del continente) permite una rica contaminación de lo contenido. Pero hay espacios más propensos a esta lúcida manifestación del apetito, del apoderarse. Un libro, por ejemplo, es un lugar en donde funcionan una cantidad de elementos que se conectan con nosotros, pero su naturaleza es ajena: lo allí escrito pertenece a otros, otros con los cuales estamos vinculados rizomáticamente. Entonces, viene la travesura escrita de hacer nuestro ese libro, apoderarnos de eso allí dicho: es la hora de la nota al margen, de invadir los bordes, de dejar la huella necesaria para que esos espacios en blanco se expresen habitados. Se convierte en un héroe (in)raptable el dueño de una página ya repleta de letras a mano que traducen al lenguaje particular de ese nuevo suelo en el cual se convierte el libro, que ya ha dejado atrás toda relación con el plástico termoencogible de una mercancía nueva: a través de la palabra nueva, como el poeta moderno, el mismo libro rompe consigo y casi nos susurra “Yo soy aquél que ayer nomás decía…”. La lectura evidenciada, entonces, es otro trayecto en el cual ininterrumpidamente nos deshacemos quienes no nos dejamos llevar por el pudor del “los libros no se rayan”, y nos salvamos allí: sedimentándonos.


Así llego a una página 140 de “Lo obvio y lo obtuso”, de Roland Barthes, en donde el artífice de las notas al margen –ése que supo a Barthes salvaje– las ha poblado lo justo. En esa página, RB habla de su “convicción del sentido obtuso”, trabajo rumiado y degustado en oportunidades repetidas que siempre dejan una relectura pendiente. Nunca pensé que esa lectura sería tan pendientemente literal: esta página 140 no está delante de mí, junto a las otras páginas que armarían el tesoro de un libro prestado con anotaciones, sino que está pendiente… pendiente, livianamente colgando delante de mí, con su otra cara 139mente complementaria, resguardada entre dos acrílicos transparentes y regidora de dos guayas finitas que la conectan con el techo-claraboya de una galería. La lección está en una nota en el borde menor de toda página, ese margen interno liado a la costura, donde el habitante de ese lugar de papel alguna vez dejó escrito su afirmativísimo “La tentación de una lectura salvaje del texto (de la imagen)”. Delante de mí, bamboleándose al ser tropezada por hombros de amigos y visitantes de galerías, estaba la territorialización de la palabra poética de un maestro, de mi “Máster”, de un artista, de un alfarero tan de mis manos, de un amigo que se nombra a sí mismo (en una extraña pirueta de apocopamiento) RCZ, pero se sabe más que eso.

Los mapas decentes ofrecen coordenadas: en septiembre de 2006, en los espacios de Periférico Caracas [G/8], Rafael Castillo Zapata expuso (puso afuera, sacó, develó, pues) sus “Escrituras”, dándonos de beber su darse cuenta de estruendo vocacional escriturador. Rafael tiene la piel de papel, de papeles, y en ese trayecto (¡viva Ossott viva!) [al deshacerse] las huellas más honestas son las que están hechas de lo escrito (¿o debería, ahora sí, decir “con lo escrito”?). RCZ habita en los espacios nombrables –es un poeta–, de lo poéticamente escritural, de lo que admite una región de dominio hecha de escritura, de intervención del lenguaje, de la palabra. Sus páginas habitadas y ahora expuestas se dejan acompañar por la intimidad de sus collages, esos que parecen hechos de madrugada por lo breves e íntimos (por deleuzianamente “menores”, por su semántica de colores y de fragmentación, por lo gratamente cercanos, por lo delatoramente próximos "ma non troppo"). Y en la cara otro fragmento de su “… (p. 140)” diciéndome casi en un silbido “instancia de la significación” o “la arbitrariedad de la determinación”, cuando ya este pecado está cometido y confeso.





Los collages de RCZ también están –ya es evidente– determinados por el trayecto de lo escrito. Ese viaje de la palabra que tiene su traducción en una universal y cosmopolita estética postal, en el sello que valida palabras que ya no pueden recogerse pero que también tientan el extravío, la pérdida, lo irrepetible del puño y la letra. Una firma que parece repetirse se equilibra entera sobre los sepias del papel, de la piel de papel. Y entonces, profe Hanni, entonces uno siente que Rafael usó los papeles más reales del mundo, que en este trayecto de verdad está disuelta su verdad, que la pérdida está en ese sello que me habla desde un cartón de 12,4 x 20 centímetros (haciendo guiños al Pérez Oramas del encartado en el catálogo de la exposición) y me dice que ese es un papel que dice, un papel vivo, un papel pleno de lo orgánico de un cuerpo sin órganos que se ensambla con la firma que se repite, con las texturas que se equilibran, con la tipografía de molde de las formas burocraticas de cartulina amarillenta. Todo aparece revolucionado, rearticulado, reterritorializado, revivido en un discurso orgánico y hecho de un sedimento vivido y vívido, hecho de RCZ (¿o “con Rafael”?). Y en cada “Envío” una nueva historia, profe Hanni (¿cómo es que narra con cada cartón?), y cada página que nos pregunta “¿Por dónde empezar?” se deja leer como un mapa (una lectura sin inicio, polifurcada, rizomática y eficaz), y los ideogramas traídos de tan lejos y uno me da nostalgia… pero en el otro “nostalgia” no sirve y usted, profe, dice “saudade” y mastica ese “-de” final, y en otro usted habla en italiano y encontramos ese pedacito de libreta Moleskine que se pone en evidencia en un relato colorido, hablador, tan diciéndonos algo. No son fragmentos que componen plásticamente un espacio: son palabras revestidas que lo habitan y salen a contarnos cada tiempo pasado. No son páginas desprendidas y genialmente subrayadas: son la vida, profe Hanni, y el desprendimiento... la disolución.




Y abro de nuevo el libro donde “Hacia la brevedad” no comienza sino que termina, y el poema me dice que “Ingrávidos y en la modulación continua, permaneceremos sólo en la brevedad…”. ¿Verdad que usted, mujer poesía y umbral, me entendería que en esta galería, detrás de esos acrílicos que se bambolean, hay tanto Árbol que nace torcido, tanta Providence, hay tanta Estación tan de tránsito… y en ese tránsito tanto "trayecto"; tanto ininterrumpido deshacerse? ¿Verdad que sí?

lunes, julio 31, 2006

SUSURRO A NERÓN: imperios ardidos y música en la colina

LA CARNADA: Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, / ni quien cultive hierbas en la boca del muerto, / ni quien abra los linos del reposo, / ni quien llore por las heridas de los elegantes./ No hay más que un millón de herreros / forjando cadenas para los niños que han de venir. / No hay más que un millón de carpinteros / que hacen ataúdes sin cruz. / No hay más que un gentío de lamentos / que se abren las ropas en espera de la bala. / El hombre que desprecia la paloma debía hablar, / debía gritar desnudo entre las columnas, / y ponerse una inyección para adquirir la lepra / y llorar un llanto tan terrible / que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante. / Pero el hombre vestido de blanco / ignora el misterio de la espiga, / ignora el gemido de la parturienta, / ignora que Cristo puede dar agua todavía, / ignora que la moneda quema el beso de prodigio / y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán. Fragmento de “Grito a Roma”, de Federico García Lorca.
EL PLOMO:
La prudencia como dosis, como regla inmanente a la experimentación: inyecciones de prudencia. Habría, pues, que hacer lo siguiente: instalarse en un estrato, experimentar las posibilidades que nos ofrece, buscar en él un lugar favorable, los eventuales movimientos de desterritorialización, las posibles líneas de fuga, experimentarlas, asegurar aquí y allá conjunciones de flujo, intentar segmento por segmento continuums de intensidades, tener siempre un pequeño fragmento de una nueva tierra. Deleuze & Guattari, Mil mesetas


Especialmente por la torpeza de todos mis otros espacios de formación, la mejor manera que tengo para elegir la mayoría de mis perspectivas es terriblemente literaria (con las ya evidentes intoxicaciones filosóficas postestructuralistas). He empezado a creer (cándidamente, quizás) que somos víctimas de un continuum histórico porque dos o tres personas claves en la mitad colectiva de la Historia no le han dado el valor adecuado a uno que otro verso, a uno que otro relato, (pongámoslo antropológicamente fácil) a uno que otro mito.
En mi mitad individual de la Historia (con cada cual en la suya armamos la mitad colectiva) consigo una prueba que me permite creer mi argumento. Es un ingenuo atisbo poético: “Grito a Roma” de Federico García Lorca, un texto que hace poco revisité accidentalmente y empezó a hacerme orbitar la idea de un emperador más próximo y fatal (precisamente por próximo). Los versos que alcahuetean mi posiblemente torpe visión contemporánea los escribió FGL desde la Torre Chrysler en Nueva York… las conexiones, a estas bélicas alturas, son sencillas e inmediatas: Nerón.
En el clásico Vida de los doce Césares de Suetonio dice que Nerón no era un tipo precisamente alto, tenía el cuerpo lleno de manchas y maloliente, el cabello tirando a rubio, ojos azules, un rostro que no era atractivo pero tampoco cabía en lo feo, vientre prominente y abultado y piernas delgadas. Por lo visto, salvo las manchas y el mal olor, los dibujos animados y la industria cinematográfica nos han mostrado un Nerón muy cercano a las crónicas de Suetonio.
[Esto puede aburrir a muchos, así que hagamos de esta fase referencial algo rápido. Su llegada al poder es, digamos, típica de su época: a los diez años tenía pocas posibilidades de llegar al trono que ocupaba Claudio, un emperador que generaba pocas quejas administrativas y era esposo de Valeria Mesalina. Clauido tuvo dos hijos: Germánico y Octavia. El asunto es que la madre de Nerón, una sobrina de Valeria Mesalina llamada Agripinila, se movió lo suficientemente bien como para convertirse en la cuarta esposa de Claudio y sustituir a su tía. Con los debidos trámites de adopción (salvando los laureles de la burocracia de la época) el 25 de febrero del año 50 Lucio se convirtió en Nerón Claudio César Druso, hijo de Claudio. Por ser mayor que Germánico (que ahora se hacía llamar Británico), Nerón era el heredero oficial del imperium. ¿Qué le sigue a esta historia para cumplir los requerimientos clásicos? ¡Pues el asesinato de Claudio! Así Nerón llegó al poder gracias a las hábiles maniobras de su madre.
Nerón tuvo en Séneca su gran maestro. Sus primeros cinco años como emperador tenían muy buena cara, tanta que emitieron una serie de monedas para celebrar el quinquennium Neronis. Ante cierta incompetencia del joven césar, las decisiones importantes eran tomadas por cabezas más capaces: su madre, Séneca o el prefecto Sexto Afranio Burro (para la Historia, Burro a secas). El asunto es que después Nerón dejó de oír a Séneca y a su madre (matándolos) y empezó a escuchar mucho más a su lira. Su política exterior adoleció de guerras, con sólo dos invasiones a Armenia. Pero su falta de temple provocó una rebelión en las provincias que impuso a Galba como el nuevo emperador, luego de que un enloquecido Nerón se suicidara: esto le puso término a la poderosa dinastía Julia-Claudia en la historia del Imperio Romano.
Cierto, falta algo: el incendio que destruyó Roma. Pues, al parecer, no fue culpa de Nerón sino de unos cristianos que aprovecharon la falta de gobierno y estaban cerca del Circo Máximo con lo suficiente como para generar tamaña audacia piromaniaca. Nerón, según las últimas versiones, estaba de vacaciones en Anzio, pero como el incendio estuvo achicharrando al imperio durante una semana le dio tiempo de verlo al llegar. Lo que no parece un rumor histórico es que Nerón había tocado la lira y cantado desde la cumbre del Quirinal mientras la ciudad se volvía cenizas. Pero ya basta de historia romana, que no nos toca…]
La mención de Nerón y de “Grito a Roma” creo que establece evidencias contemporáneas. Uno de los comentarios que más he utilizado al escribir acerca de órdenes y desórdenes es que la palabra “mundo” es el devenir de “mundus”, que significa orden. Los imperios han sido, históricamente, una figura necesaria al proponer una idea de rigor ordenado que estimula el hacer cultura (por supuesto luego de someter "amablemente" a los otros para incorporarlos a su orden). No hay nada que proponga de mejor manera la continuidad de un régimen que los lapsos faraónicos. El asunto es que siempre está allí un ente geopolítico capaz de exhibir al resto del mundo conocido su poder religioso, político y militar, teniendo siempre un período con apetito territorial que logra sumar tierras vecinas, un período colonizador que sirve para exportar su punto de vista (su mundus), un período de mantenimiento en el cual el imperio se convierte en policía del mundo, hasta llegar a una debacle que suele estar próxima a una breve temporada de excesos. Incluso, cada imperio tiene una temporada en la cual es considerado un "asistente benévolo", un cariñoso hermano mayor, un padre que vigila lo que le conviene a sus colonias. Basta revisar la historia humana y saber del reino (mítico o histórico) de Uruk, de la maravilla Helénica de Grecia, de las dinastías chinas, de nuestros regímenes imperiales Maya, Inca y Azteca, de la España de la Conquista en la cual nunca se ponía el Sol, de la ciudad de Pietrópolis fundada en Brasil para mudar al imperio portugués a espacios impensables, el imperio AstroHúngaro revivido geográficamente por un Hittler poderoso cuya mano alcanzaba hasta Italia, la República Francesa, el Antiguo Egipto, el Reino Unido bretón y, repitamos, el Imperio Romano.
Todos los imperios caídos han sido víctimas de una mano excesiva que ha tomado por momentos el mando y ha malentendido la tradición de poderes con los cuales ese imperio ha mantenido la sartén tomada por el mango. La distancia en la cual un Emperador pueda excederse es directamente proporcional a la cercanía de la debacle. Nerón significó el fin de una de las más arraigadas hegemonías en la historia humana, los Julio-Claudio, y el incendio de Roma puso en evidencia que una pequeña guerrilla de hombres barbudos y de origen ajeno al imperio, hermanados en una misma esperanza (política y religiosa, en este y en muchos otros casos) pueden hacer quedar en completo ridículo a un emperador que –completamente distante del barullo, de los cuerpos quemados y del desastre urbano– parece estar canturreando demenciales versos, en lugar de "gritar desnudo entre las columnas”, avergonzado de su mala mano.
¿Pero qué determina el exceso? Creo que una completa ausencia de prudencia… un vacío imprudente… una minusvalía de consciencia. Así como el Imperio Romano que Uderzo ridiculiza con los personajes de su historieta Astérix, los Imperios deben considerar las particularidades culturales y hasta la posible locura de sus colonias mucho antes de intentar enfrentamientos desmedidos… pero lo fundamental es tener un excelente pretexto para invadir. Un texto de Milan Kundera expone su visión de la entrada de los rusos en su país como un gesto terriblemente bizarro del tipo “Pobres checoeslovacos, no saben lo mucho que los queremos. Debemos incluso matarlos e invadirlos para que sepan lo mucho que los queremos y entiendan que esto lo hacemos por su bien”. Incluso, esa suerte de cariño trastocado que pone Kundera en la boca de los rusos es mejor pretexto que una cadenita de mentiras que intentan taparse unas a las otras.
El imperio que a mí generación le está tocando vivir tiene la aburrida estructura de lo unipolar. Hace algunos meses escuchaba con ajena nostalgia las anécdotas de mi abuelo y de mi suegro, comiéndome el alma una extraña envidia de alguien que incluso añora tiempos épicos de bipolarizacón mundial, de banderas con estrellas y banderas rojas, de canallas como McCarthy que dividían al mundo entre buenos y comunistas, de franquismo abigarrado versus rojos que morían de pie. Pero todo lo define un desastre, todo lo acaba definiendo un exceso. Cierto que ya la bipolarización no tiene que ver con que algunos van a misa y otros leen a Marx, o que los misiles de unos están puestos en Cuba y los de los otros apuntan al Kremlin. Algo tan complicado sería completamente ajeno a nuestro tiempo de feroz sencillez: la vaina es que ahora el Imperio deja ver sus costuras; lo que termina de molestar es un silencio cómplice y las bocas repletas de sutilezas. El imperio que nos tocó no tiene la sonrisa bizarra de los rusos que se quejaba Kundera, ni Líbano es un pueblito de las Galias con un druida que prepara pociones mágicas para enfrentar a los centuriones del César. Lo que sí es un poco más creíble es que la guerra se haga por un dios, “for a God”, sólo que se hace evidente que es el que tipográfica y topográficamente es invocado en el reverso de los billetes de un dólar.
El nuevo Nerón tiene, incluso, un escenario de columnas blancas desde donde despacha. Sabemos –como la antigua Roma– que los imperios no suelen ejecutar batallas en su patio: la guerra es el único deporte en el cual conviene jugar de visitante. Si hacemos un repaso con ojos iraquíes, el paso del poder del Imperio sigue siendo hegemónico y tanto Nerón padre como el nuevo Nerón se fascinan con el mismo incendio. Continuando con la tradición familiar, Bush asistió a la Phillips Academy en Andover, Massachussets y siguió los pasos de su padre en Yale, ingresando a la sociedad secreta Skull & Bones. Pero la hegemonía Bush en Estados Unidos ha sido un claro derroche de torpezas, teniendo en Bush Jr. el mejor ejecutor de papelones de los 43 presidentes que lleva “la unión”. Lástima que las consecuencias de sus errores no puedan quedarse en las risas que producen Letterman y Leno en sus talk-shows: anteayer me enteré que de los 56 muertos del día en Líbano, 34 eran niños.
Es más que lúcido García Lorca cuando escribe que “El hombre que desprecia la paloma debía hablar,/debía gritar desnudo entre las columnas,/y ponerse una inyección para adquirir la lepra/y llorar un llanto tan terrible/que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante”. Incluso, como Nerón, Bush Jr. es irresponsable con sus súbditos: más allá del gesto de ponerse su chaqueta de aviador y visitar por dos horas a los soldados que exponen el pellejo en Bagdad, por ejemplo, sería grato ver a Mr. Bush envalentonarse como los presidentes de EE.UU. que pone Hollywood en películas taquilleras a echarle pichón y fajarse como un hombrecito. “Pero el hombre vestido de blanco/ignora el misterio de la espiga,/ignora el gemido de la parturienta,/ignora que Cristo puede dar agua todavía,/ignora que la moneda quema el beso de prodigio/y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán”.
Si los estadounidenses padecen de algo es del mezclote terrible que tienen entre la idea de la cultura y la historia política. Muchos de los símbolos que deberían tener un carácter patrio se han convertido en productos culturales de masa: Cher cantando el himno nacional (mañana Paula Abdul), Britney enfundada en un leotardo con la bandera y la hermandad entre todos los estados de la unión para celebrar el 4 de julio. Cuesta atisbar en su idiosincrasia otro plato típico que no sea “Exportadores de Libertad”, alguna cancioncilla común entre ellos más allá de la que inicia cada partido de pelota, u alguna otra manifestación folclórica que no se reduzca a espacios visiblemente abandonados de gobierno (Armstrong et Dizzy dixit). Es posible tropezarse con la idea de que su equivalente a nuestros Diablos de Yare son los Yankees de Nueva York (tanto el equipo de béisbol como la patota patriótica de la Guerra Civil… Go Yankees!), que nuestro pabellón tiene su contraparte en la primera enmienda de su constitución, y que María Lionza tiene su traducción angloparlante en Pocahontas, señora de Smith. Pero son males propios del Imperio, de todos los imperios… es producto del apetito territorial que termina haciendo coterráneos a personas distanciadas culturalmente: es la consecuencia del “de costa a costa” a toda costa (y aún así México tiene esa hermandad tan bella con la muerte, lo azteca, el chile poblano y la extendida tortilla. Antiguo Imperio Azteca, “pobre México: tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”, dicen).

Pero nada es más evidente prueba de debacle que el silencio imperial. Hace semanas Israel emprendió un genocidio en el Líbano y ha arremetido con fiereza contra un pueblo que carece de un potencial bélico que permita equiparar la locura de Sión. Las tropas del “policía del mundo” están distraídas en Irak buscando al menos un paquete de dátiles infectado para alegar que las armas de destrucción masiva ameritaban su entrada (y su permanencia) en la antigua Babilonia. Uno hace memoria y repasa las recientes Haití, Afganistán y la Alemania de 1944 y se figura a los marines asistiendo raudos a todo evento en donde fuera requerida la S enmarcada de Supermán.
Ni hablar de la aparente parálisis de los cascos azules, tan dados a instalarse velozmente en cualquier pelea de ascensor que se arme en América Latina. El asunto es ponerse a pensar en lo rápido que se armó el Waterloo napoleónico y el Watergate del Nixon canalla… pero está Bush con el water hasta el cuello y nadie chista desde un curul (un curul cualquiera: del senado, de Onu, de Fox News… de donde sea), aunque muchos puedan bajar por Emule® la versión digital de Nikita Kruschev tronando su zapato en tiempo de rocanrol, el discurso de “la Historia me absolverá” y hasta versiones en PDF de los documentos de McCarthy y el KuKuxKlan. Aún así, todos se distraen… silencio imperial. ¿Cuál habrá sido el error de Nixon para que le vieran tan rápido las costuras? ¿Será ponerse en contra a los medios de pico sutil? Esos mismos que traducen genocidio como “crisis”, prisioneros de guerra como “soldados secuestrados” y a una guerra cruenta la bautizan como “coyuntura histórica”. Más vil es la reacción de la supuesta oposición estadounidense, más calladita aún. Lo único que logra es que en la entrega del Oscar dos o tres premiados hablen mal de la guerra y salven su reputación en transmisión diferida. Nadie quiere la guerra, todos afirman que Bush se equivoca, pero aún así le dejan tiempo suficiente para invadir dos o tres cositas más hasta enero del 2009. Mientras tanto, Michael Moore no pasa de ser un éxito de taquilla y Jhon Kerry, otrora candidato opositor a Bush, no capitaliza la idea universal de la Paz... ni siquiera como estrategia política. Quizás le habrá mandado un breve correo electrónico al pasajero del Air Force One para decirle "Jorgito, ahora sí que te pasaste", pero nadie conoce a nadie y los que deben hacer nada hacen cuando los niños del Líbano practican su puntería para devenir soldados mucho antes de la llegada juvenil del acné.
Nerón –el original, el del año 54 d.C.– no tenía desmedidos apetitos bélicos, sus excesos eran otros. Incluso, muchos adjudican su fracaso a estar más pendiente de sus experimentos sexuales y musicales que de la expansión de la gloriosa Roma. Muchos estarán de acuerdo con que Bill Clinton parecía menos nocivo y nunca dejó de tocar a su saxofón y a sus becarias. Aún así, cuánta falta le hace a Bush Jr. parecerse a Nerón por el lado que escogió Clinton antes que por la mueca completamente desquiciada de un emperador canturreando mientras debajo de él todo arde en llamas. De pronto es oportuno que alguna odalisca (mejor si es una hieródula) se le acerque y distraiga sus laureles con un susurro a Nerón, a falta de Gritos a Roma.

viernes, junio 23, 2006

[TEXTO EN CONSTRUCCIÓN] 22.06.86: hace 20 años D10S bajó al Estadio Azteca

LA CARNADA: El primer gol fue ilegal, es cierto, pero el segundo valió por los dos. Bobby Robson (DT de Inglaterra en México '86)


EL PLOMO: La manada, incluso en su propio terreno, se constituye en una línea de fuga o de desterritorialización que forma parte de ella, y a la que da un gran valor positivo; las masas, por el contrario, sólo integran tales líneas para segmentarizarlas, bloquearlas, afectarlas de un signo negativo. Canetti señala que en la manada cada miembro permanece solo a pesar de estar con los demás. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 40
En este espacio se está gestando un rizoma... no desespere: ya viene.


POR AHORA UN ABREBOCA: Maradona es un héroe, en todo el sentido literario de la palabra: ése que llega desde abajo y corona la cima, ése que de niño sostuvo un balón en el aire durante dos horas logrando que algún sacerdote del fútbol le pusiera el aceite en la frente, ése que en su soberbia puede convertirse en un mal ejemplo pero siempre da con la victoria, ése que cae y se levanta sin perder el brillo, ése que traduce el dolor de todos los fanáticos en cada derrote. Es un ídolo: una figura que está allí en apariencia, pero que apenas simboliza una parte de todo lo que representa. No es Pelé, puro talento y ejemplo... no es Ronaldinho, puro talento y carisma.... no es Zidane, puro talento y genio.... no es Beckham, puro talento y mass media. Maradona es talento, ejemplo (así sea malo, pero ejemplo), carisma, genio y mass media: es como si el fútbol tuviera un dios que decidió hacerse hombre para entender el juego desde el dolor. Eso es Maradona: un ídolo --no de madera, ni yeso, ni bronce... sino de barro--, un significante de algo más poderoso que un jugador que se perdió en las drogas. Hibris y exceso: Maradona es un héroe, en todo el sentido literario de la palabra...

[TEXTO EN CONSTRUCCIÓN] Asunto café

LA CARNADA: El café es bueno para la salud, dicen especialistas. Pero no cualquier café. Sino del bien negro y bien cargado. BBC de Londres.
EL PLOMO: Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 11
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miércoles, junio 21, 2006

[TEXTO EN CONSTRUCCIÓN] MI VIDA NO ES SANA: de cómo algunos humanos desprecian nuestra sonrisa

LA CARNADA: El estrés, producto de una vida acelerada, hace que se pierda el calcio contenido en el cuerpo. Una nutrióloga mexicana llamada Nelda Garza.
EL PLOMO: Reconocemos aquí la posición esquizofrénica, estar en la periferia, manteniéndose en el grupo por una mano o un pie. A ella opondremos la posición paranoica del sujeto de masa, con todas las identificaciones entre el individuo y el grupo, el grupo y el jefe, el jefe y e grupo; formar parte plenamente de la masa, aproximarse al centro, no permanecer nunca en la periferia, salvo cuando la misión lo exige. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 40

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domingo, abril 16, 2006

CRÓNICA PREDECIBLE DE G & S: el (demasiado) ego del ungido y el sangrador del durazno

LA CARNADA: La indómita luz se hizo carne en mí y lo dejé todo por esta soledad. G & S
EL PLOMO: El nombre propio es la aprehensión instantánea de una multiplicidad. Deleuze & Guattari, Mil mesetas 43Escrito está en las antiguas partituras: el primer hombre y la primera mujer se conocieron y supieron de sus diferencias, las acercaron demasiado y eso se pareció mucho a la sabiduría del dueño de los árboles –ese espíritu "dioico y eterno" que no precisaba ayudas ni para el placer ni para el saber– y éste los expulsó a ambos del sembradío frutal, luego del episodio de la serpiente. Ya migrados, el dueño de los árboles los seguía vigilando con celo gracias a que pudo construir una eficiente matriz de opinión que señalaba a cada comedor de frutas ajenas (sobre todo los que se dejaran aconsejar por un ofidio parlante) como un merecedor del sudor y de la menarquia. Viviendo en las afueras de la Casa Grande de la hacienda, el primer hombre y la primera mujer de nuevo acercaron una que otra vez sus diferencias y de esta manera engendraron dos hijos varones. Las nenas llegaron después.

Caín y Abel, de Gustave Doré


Como buen abuelo, el hacendado fue más amable con los nietos. Ya constaba en algunas conversaciones previas que el mayor de los hijos tenía que consagrase a él: al llegar a cierta edad tenía que hacerle algunas ofrendas y así, con unos pequeños trámites proteicos, se haría de la bendición de esta especie de antepasado (y molde perfecto) de la figura del Señor Feudal. Pero el mayor no salió al abuelo, aunque rezaba con buena rima no le gustaba cercenar cuellos de corderos sobre la roca señalada y la fruta que recogía la destinaba al consumo doméstico y familiar: algo presentía, sabía que no se iba a poder, que ese asunto de seguir adelante con el peso de una bendición de esa estatura sería difícil.

Al final, fue el menor de los dos hermanos –aunque terrible y malcriado– quien se quedó con todas las bendiciones pendientes. El abuelo hacendado se hizo de la vista gorda y no quiso admitir que eso de botarlos de casa había sido una exageración (si hacemos memoria, la serpiente seguía dentro de esa suerte de primer jardín botánico). Premió al benjamín con un oído perfecto, lo que le permitió supervisar los pentagramas de los primeros pájaros de la creación; su actitud rebelde y subida de tono le confirió una diabólica (pero auténtica) simpatía y gracia que podía contagiar euforia a los mismísimos arcángeles que vigilaban la puerta de la hacienda de donde, años atrás, expulsaron a papá y a mamá; sus dedos eran soldados rigurosos, veloces, capaces de reproducir cualquier melodía: el Señor había construido para él una hilera de tubos coronados por querubines cantores que eran activados por sus dedos y reproducían el soundtrack del postgénesis con este teclado celestial y primitivo. Era un Abel, era el bueno, era el ungido.

El mayor seguía preferiblemente alejado de cualquier bendición. Prefería hacer lo suyo sin la ayuda de talentos sobrenaturales. Labraba el suelo que pretendía habitar con la ayuda de un burro (quizás uno de los primeros de la historia de la caballería menor). Sin ayudas paranormales, era muy difícil crear. Se supo colocar al borde de todos, al margen, entre la casita que pudo armar su padre y la cerca de la baranda que limitaba las tierras del abuelo. En ese espacio pudo avisar mucho y, sin exponer diferencias con nadie y mucho menos acercarlas a un apéndice de su costilla, empezó a advertir la era de uranio y otros desmanes, producto del recientemente patentado “libre albedrío”. Demasiada información para haber nacido antes de que se entendiera la figura del místico como alguien cercano a esa barandita divina. Era un Caín, era el malo, era el poeta.

Entonces, viendo que podía producir lo mismo y hasta más sin ayuda divina, el Ángel de La Muerte (algo muy parecido a un capataz) se apareció en el fundo del mayor, levantó una mano y una centella cayó justo en el cuello del burrito, dejándolo en los huesos. Despertando por el sonido tardío del trueno, el mayor sólo vio la quijada del animal y algunos restos de las riendas caerle a los pies. La ira lo llenó entero… el sonido tubular de los ángeles de su hermano menor le sirvió de cortina para hacer un aparato que juntaba las cuerdas y el maxilar de la bestia: se acercó a la baranda, justo donde asomaban las ramas de un duraznero, y golpeó sus frutos hasta hacerlos caer y sangrar. El menor se entusiasmó al ver a su hermano cegado y colérico, apretó las teclas de su órgano como nunca y se embriagó de sostenidos y bemoles. En el último golpe a las ramas, la quijada de la bestia se le escapó de las manos al mayor y golpeó letalmente al menor, que quedó muerto con una sonrisa anclada al tubo del Do mayor.

El Ángel de la Muerte volvió a manifestarse y sentenció que el mayor había cometido, imperdonablemente, el primer crimen de la historia. Nadie le explicó nada cuando murmuró, inocente y humilde:

– ¿Y acaso ustedes no mataron primero al pobre burro?

Eso bastó para que el Señor le tachara eternamente. Quedó condenado a los herméticos territorios de la sombra. La gente que vendría después de ellos sólo asistiría en volúmenes enormes a escuchar al genio de su hermano menor –semirevivido, semimuerto, siempre tambaleante, deliciosamente irreverente y seductor–, mientras que a él se le daría con dificultad terrible la figura del estribillo y se enfrascaría en un mensaje difícil y oscuro, metafórico, poético y enroscado: con la voz alargada y jadeante, como aquella primera serpiente.

Abel, Carlos… seguía creando con divinidad, con maestría inmediata, con ángeles y musas (de las que hablaría Lorca: otro hermano mayor, otro Caín), y el resto del universo lo tararearía y se admiraría con sus gestos audaces e hipnóticos: sobreviviría a clavados de nueve pisos, sobreviviría a excesos nasales y hepáticos, sobreviviría a sí mismo. Caín, Luis Alberto… tendría que usar la artesanía, emplear las técnicas de arado con bestias, rasguñar los restos de las riendas en la quijada-arma asesina, cantar bajito y esperar humilde el aplauso que su hermano, en ocasiones, exigía. Incluso, luego de que Charly se quedara con manzanas, ángeles y musas, Luis Alberto se mudó a un valle donde todos los duraznos eran de los duendes.

El 2 de julio de 2005 pude ver a Abel, aún excesivo y malcriado, encantarme e hipnotizarme con su bigote marcado de genio y su desprecio por las sillas que no son tronos. El auditorio estaba abarrotado, las mujeres de mi especie bailaban frente a él y asomaban sus escotes al más andrógino de los oídos, se rifaban un boleto al jardín de pasar la noche con este titán medio muerto por culpa de un quijadazo de polvo que era más un accidente. Era la fiesta del ungido, del predilecto, del tocado por Dios. Y todo fue bueno.

El 1º de abril de 2006 pude ver a Caín, aún sonriente y descreído, arrodillándose delante de nosotros agradeciéndonos el aplauso con una emoción infantil y cándida de un músico que no esperaba tanto de mí. Tocó de pie su quijada rellena de cuerdas y no exigió tronos: sólo algo de agua y oídos sin nostalgia. El auditorio estaba con los mínimos, las mujeres de mi especie se sonreían amables y asomaban su pecho a la más jadeante de las voces. Era la fiesta del humilde, del titán humano, de Prometeo poeta. Y todo fue bueno.

Dejo testimonio de que he podido ver –en el Aula Magna de la UCV, el mismísimo lugar en el cual se guarda la más cercana de mis metas– a los dos gigantes del rock argentino: Charly García y Luis Alberto Spinetta, ambos en compañía de la mujer de mi vida y tarareando con ella canciones que ya se han acercado a sus oídos. Incluso, Diajanida nos acompañó al asunto de "Yo soy el Charly, vos no". Ambos son monstruos igual de grandes, igual de genios, cada uno con el cuello propio que les corresponde en la anatomía de la más hermosa Hiedra del rock en español. Se sabe que la mítica vez que pudieron unirse no compitieron: sólo decidieron rezar el uno por el otro.

Manuscrito de Rezo por vos, por García y Spinetta

domingo, marzo 19, 2006

SPENCER TUNICK EN CCS: agenciamiento tropical y tributo del cuerpo a una ballena encallada

LA CARNADA: "Elegí esta locación porque sentí que los edificios eran una especie de ballena muerta en la Antártica que pierde toda su piel, y queda en sus huesos. Todo es positivo, todo es bueno: el cuerpo representa la belleza, el amor y la paz. Hoy hubo mucha belleza y energía en la gente. Me ayudaron a hacer una pieza de arte". Spencer Tunick - 19/03/2006

EL PLOMO: “No hay que creer que basta con distinguir masas y grupos exteriores en los que alguien participa o a los que pertenece, y los conjuntos internos que englobaría en sí mismo. La distinción no es en modo alguno la de lo exterior y la de lo interior, siempre relativos y cambiantes, intercambiables, sino la de tipos de multiplicidades que coexisten, se combinan y desplazan […] No hay enunciado individual, sino agenciamientos maquínicos productores de enunciados. Gilles Deleuze & Félix Guattari - Mil mesetas

Desde enero de 2006 sabíamos que Spencer Tunick, el fotógrafo de espacios urbanos intervenidos con desnudos masivos, quería visitar Caracas. El requisito inicial era incluirse en una base de datos de osados cibernautas que llenaban un inocente formulario en la página web del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Hubo retrasos significativos: ese mes de enero dejó pasar mucha agua bajo el puente (y el viaducto) y la instalación fue pospuesta para marzo. Las advertencias del comunicado oficial que expidió el equipo de producción a todos los caraqueños interesados en participar en la propuesta de Spencer Tunick se envió a más de siete mil personas sólo dos días antes del día pautado. A las seis de la mañana éramos apenas 1.500 los que decidimos formar parte del voluntario material cromático y plástico del fotógrafo.

Durante ese lapso entre el enero frustrado y el amanecer del 19 de marzo de 2006 estuve pensando sobre cómo el ejercicio natural del individuo siempre es conseguir su vínculo colectivo, y cada conexión es un agrado: en esos nichos elitescos que contenemos (no con el fin de la exclusión de los otros, sino con el propósito de construirnos auténticos) siempre es grato conseguir algún ramal en el exterior que lo calque. Algún músico o alguna banda underground que pueda desagradar a muchos; un clásico que muchos hayan rechazado en medio del snobismo anticanónico; un arquitecto audaz y hasta contestatario; un artista plástico con ánimos excéntricos; Bunbury, Hundertwasser, Hemingway, Spencer Tunick... cuando nuestros afectos permiten que esos breves recintos que nos diferencian de los otros encuentren en el exterior alguien que les haga eco y que también celebre esas nuestras rarezas, entonces se esboza una sonrisa exquisita: una breve y momentánea construcción de secta… un permiso que nos damos para segmentarnos un poco del mundo, hasta ese amable gheto que decidimos habitar.

A Virginia y a mí la suerte nos había premiado gratamente, pues en gran parte de nuestros nichos tenemos conexiones que han edificado una protéica y nutritiva amistad con Sol y Gustavo. La insistencia de su amabilidad nos aseguró un hospedaje en el caraqueñísimo Parque Central –rascacielos próximos a la avenida Bolívar, el lugar escogido por Tunick para atesorar en la memoria colectiva a una Caracas desnuda–, pero aún nada estaba decidido. Las dudas eran variopintas, pero justificadas: el esperado miedo al desnudo, la sonrisa nerviosa al imaginarse el encuentro con algún conocido, la desconfianza que siempre despierta nuestra idiosincrasia logística poco eficiente (más cuando se trata de que te cuiden tu ropa), asuntos de higiene y poca tolerancia a la antisepsia del asfalto… cada uno tenía las suyas y en la conversación fuimos varios los convencidos. El despertador nos desordenó la madrugada justo a las 04:30 am y ahí se tomaron las decisiones finales. Incluso Felipe avisó vía telefónica que se uniría a nosotros.

Caminamos en la madrugada dominguera desde el Museo de los Niños hasta la futura (eternamente futura, nunca concretada) sede de los tribunales: sólo dos arcos están unidos en lo que se percibe desde abajo como una ambiciosa arquitectura que peca de utópica; al lado de nosotros reposaban vigas y estructuras tubulares con ganas de ascender hasta ese techo jamás completado; lo más parecido a eso es la idea del estómago de un monstruo vencido, un costillar desarticulado a punta de intemperie, eso que Tunick atinó a comparar con los huesos de una ballena encallada que había perdido la piel. Llegamos allí vestidos, el orden era natural y nos dispusimos en hileras: con un sol naciente encandilándonos, dentro de esa especie de cetáceo arquitectónico despellejado, en lugar de perder la piel la recuperamos.

A las seis de la mañana, en medio de un delicioso agenciamiento tropical, empezaron a florecer pieles, nalgas, senos, sexos… y sucedía que la desnudez se reencontraba con los ojos. Algunas sonrisas ponían en evidencia un cándido resquicio de vergüenza, pero el aparato colectivo es poderoso y caminábamos desnudos por las escalinatas y rampas en torno a una estatua de Simón Bolívar ataviado con una capa que parecía pronta a lanzar encima de los leones que limitan a la redoma del asfalto. La figura metálica y rígida del prócer se fue rodeando de desnudez: en apenas minutos, nuestra piel se conectaba con la de otros y terminaba convirtiéndose en un tramado que ridiculizaba las estructuras morales ajenas a esa política del cuerpo con la cual habíamos decidido comulgar: éramos una masa animada por un concepto abstracto e inasible, estábamos tomando con nuestra desnudez un espacio inorgánico y ferozmente urbano, nos convertíamos en un colectivo reformador del orden que ejecutaba una acción efectiva y conjunta. El morbo era un apetito ausente, inexistente, ajeno, propiedad de los efectivos policiales y bomberiles que trasgredían sus propias normas e intentaban capturar algo con las cámaras de sus celulares. Pero nos construimos lejos a esas tonterías. Estábamos desnudos en la mitad de una avenida, pero nos sentíamos seguros, libres, auténticos: individuos naturales que lograban conseguir, dentro de sus nichos internos, una grata conexión con el exterior. Acostados en el suelo, la desnudez individual se mezclaba con la colectiva: se unían caras con hombros, muslos, nalgas… cuerpos de distintas edades, matices, contexturas y rigideces se encadenaban a la idea plástica de un sujeto que nos vigilaba con su cámara y su audacia (disparadoras ambas). La foto final tuvo el rito mágico de una despedida: de rodillas frente al sol, parecíamos despedirnos de quien nos avisó horas antes que era la hora de recuperar la piel. Otro grupo decidía darle la espalda a esa misma luz… pero ya éramos otros: un colectivo cómodo con el uso del espacio y de la piel, propietarios de esos cuerpos que ponían en evidencia al asfalto y al concreto como artificios de lo humano. Luego del último “clic” de la cámara de Tunick ya nos habíamos aprendido el aroma de lo humano, ya convivíamos con los vapores naturales del antropomosaico que decidimos ayudar a registrar. En los abrazos del final, las mismas pieles (ahora sucias de asfalto y de polvo) se juntaban en la emoción de un hecho consumado, de una inmensa comunión, de una conexión múltiple y orgánica que había resultado liberadora y efectiva.

En la memoria celuloide de algunas cámaras quedaba registrada nuestra inmanente naturaleza, pero lo mejor era sentir que la ciudad –como mi piel– era más mía. Gracias por acompañarme, mujer de mi vida.

Willy McKey - CCS: 20.03.06 (01.33 pm)

martes, enero 10, 2006






"Frente al poema entramos en contacto con palabras que se reaniman en nosotros, que dependen de nuestra respuesta para cumplirse. El modo de recibirlas es lo que hace el poema".

Rafael Cadenas. Anotaciones