jueves, octubre 26, 2006

ESCRITURADOR CONFESO: delación a la piel de papel de RCZ

LA CARNADA: El juego de afirmación y réplica implica, así, una dinámica de interacción abierta y riesgosa en la que la expectativa de sentido, la confianza en la posibilidad real de arribar a la comprensión y la capacidad de escucha del interlocutor o de los interlocutores constituyen partes fundamentales de su funcionamiento. “La esperanza hermenéutica y el diálogo”. Rafael Castillo Zapata La tentación de una lectura salvaje del texto (de la imagen) Fragmento de texto en la pieza “¿Por dónde empezar? (p. 140)”, de Rafael Castillo Zapata

EL PLOMO: La vocación es siempre predestinación con relación a los signos. Todo aquello que nos enseña algo emite signos, todo acto de aprender es una interpretación de signos o de jeroglíficos. Proust y los signos. Gilles Deleuze 12 El destino de este autor es dejar pasar una bocanada de aire puro con sus palabras, incluso aunque este aire puro, que es el de las ausencias, sea difícil de respirar. "Él fue mi Maestro". La isla desierta y otros textos. Gilles Deleuze 108
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Existe una deliciosa pulsión antagónica entre el título del poema “Hacia la brevedad” de Hanni Ossott (Espacios en disolución, 1976) y la longitud necesariamente expresa en este animal-texto. Quizás para castigar esta perspicacia, ese poema de Hanni –umbral y hermosa Hanni– dice que “El trayecto de un lugar a otro no significa una extensión/ sino el proyecto de un ininterrumpido deshacerse”. Evidentemente seducido por la borrachera de la (des)territorialización, me gusta pensar que ese trayecto define una línea que se vuelve espacio habitable, hecho de los sedimentos de su transeúnte. Deleuzianamente hablando, la fórmula correcta sería decir que el juego consiste en ver a todo esfuerzo direccional devenir en dimensional, devenir expresivo, devenir arte: caminos hechos de uno mismo y no por uno mismo (¿o quizás deba decir “caminos hechos con uno mismo”?).

La palabra poética es para mí geográficamente (más bien "topográficamente") fetichizable. Siempre me ha fascinado sentir cómo la obra de un poeta guarda estrías similares a otros (incluso con ambigüedad fronteriza), delimita espacios, reparte hitos, traza líneas imaginarias, paraleliza, meridianiza, y esgrime en su interior todas sus pulsiones de sitio específico: la palabra poética territorializada. Aunque es harina de otro costal (y palabras que deben estar en otras páginas por hacer), es allí donde creo que cada poeta arma su estilo, su propia lengua, su manera "menor" de nombrar.

En ese “proyecto de un ininterrumpido deshacerse” que es el tránsito direccional (y dimensional, ¿ya lo dijimos?) de la expresión, el poeta parece armarse una casa, un refugio en donde se dedica a nombrarse. Pero la delicia de este proceso –parece– está en hacerlo cerca del borde, en la condición de un centinela de fronteras. Adueñarse de los bordes (de los márgenes del continente) permite una rica contaminación de lo contenido. Pero hay espacios más propensos a esta lúcida manifestación del apetito, del apoderarse. Un libro, por ejemplo, es un lugar en donde funcionan una cantidad de elementos que se conectan con nosotros, pero su naturaleza es ajena: lo allí escrito pertenece a otros, otros con los cuales estamos vinculados rizomáticamente. Entonces, viene la travesura escrita de hacer nuestro ese libro, apoderarnos de eso allí dicho: es la hora de la nota al margen, de invadir los bordes, de dejar la huella necesaria para que esos espacios en blanco se expresen habitados. Se convierte en un héroe (in)raptable el dueño de una página ya repleta de letras a mano que traducen al lenguaje particular de ese nuevo suelo en el cual se convierte el libro, que ya ha dejado atrás toda relación con el plástico termoencogible de una mercancía nueva: a través de la palabra nueva, como el poeta moderno, el mismo libro rompe consigo y casi nos susurra “Yo soy aquél que ayer nomás decía…”. La lectura evidenciada, entonces, es otro trayecto en el cual ininterrumpidamente nos deshacemos quienes no nos dejamos llevar por el pudor del “los libros no se rayan”, y nos salvamos allí: sedimentándonos.


Así llego a una página 140 de “Lo obvio y lo obtuso”, de Roland Barthes, en donde el artífice de las notas al margen –ése que supo a Barthes salvaje– las ha poblado lo justo. En esa página, RB habla de su “convicción del sentido obtuso”, trabajo rumiado y degustado en oportunidades repetidas que siempre dejan una relectura pendiente. Nunca pensé que esa lectura sería tan pendientemente literal: esta página 140 no está delante de mí, junto a las otras páginas que armarían el tesoro de un libro prestado con anotaciones, sino que está pendiente… pendiente, livianamente colgando delante de mí, con su otra cara 139mente complementaria, resguardada entre dos acrílicos transparentes y regidora de dos guayas finitas que la conectan con el techo-claraboya de una galería. La lección está en una nota en el borde menor de toda página, ese margen interno liado a la costura, donde el habitante de ese lugar de papel alguna vez dejó escrito su afirmativísimo “La tentación de una lectura salvaje del texto (de la imagen)”. Delante de mí, bamboleándose al ser tropezada por hombros de amigos y visitantes de galerías, estaba la territorialización de la palabra poética de un maestro, de mi “Máster”, de un artista, de un alfarero tan de mis manos, de un amigo que se nombra a sí mismo (en una extraña pirueta de apocopamiento) RCZ, pero se sabe más que eso.

Los mapas decentes ofrecen coordenadas: en septiembre de 2006, en los espacios de Periférico Caracas [G/8], Rafael Castillo Zapata expuso (puso afuera, sacó, develó, pues) sus “Escrituras”, dándonos de beber su darse cuenta de estruendo vocacional escriturador. Rafael tiene la piel de papel, de papeles, y en ese trayecto (¡viva Ossott viva!) [al deshacerse] las huellas más honestas son las que están hechas de lo escrito (¿o debería, ahora sí, decir “con lo escrito”?). RCZ habita en los espacios nombrables –es un poeta–, de lo poéticamente escritural, de lo que admite una región de dominio hecha de escritura, de intervención del lenguaje, de la palabra. Sus páginas habitadas y ahora expuestas se dejan acompañar por la intimidad de sus collages, esos que parecen hechos de madrugada por lo breves e íntimos (por deleuzianamente “menores”, por su semántica de colores y de fragmentación, por lo gratamente cercanos, por lo delatoramente próximos "ma non troppo"). Y en la cara otro fragmento de su “… (p. 140)” diciéndome casi en un silbido “instancia de la significación” o “la arbitrariedad de la determinación”, cuando ya este pecado está cometido y confeso.





Los collages de RCZ también están –ya es evidente– determinados por el trayecto de lo escrito. Ese viaje de la palabra que tiene su traducción en una universal y cosmopolita estética postal, en el sello que valida palabras que ya no pueden recogerse pero que también tientan el extravío, la pérdida, lo irrepetible del puño y la letra. Una firma que parece repetirse se equilibra entera sobre los sepias del papel, de la piel de papel. Y entonces, profe Hanni, entonces uno siente que Rafael usó los papeles más reales del mundo, que en este trayecto de verdad está disuelta su verdad, que la pérdida está en ese sello que me habla desde un cartón de 12,4 x 20 centímetros (haciendo guiños al Pérez Oramas del encartado en el catálogo de la exposición) y me dice que ese es un papel que dice, un papel vivo, un papel pleno de lo orgánico de un cuerpo sin órganos que se ensambla con la firma que se repite, con las texturas que se equilibran, con la tipografía de molde de las formas burocraticas de cartulina amarillenta. Todo aparece revolucionado, rearticulado, reterritorializado, revivido en un discurso orgánico y hecho de un sedimento vivido y vívido, hecho de RCZ (¿o “con Rafael”?). Y en cada “Envío” una nueva historia, profe Hanni (¿cómo es que narra con cada cartón?), y cada página que nos pregunta “¿Por dónde empezar?” se deja leer como un mapa (una lectura sin inicio, polifurcada, rizomática y eficaz), y los ideogramas traídos de tan lejos y uno me da nostalgia… pero en el otro “nostalgia” no sirve y usted, profe, dice “saudade” y mastica ese “-de” final, y en otro usted habla en italiano y encontramos ese pedacito de libreta Moleskine que se pone en evidencia en un relato colorido, hablador, tan diciéndonos algo. No son fragmentos que componen plásticamente un espacio: son palabras revestidas que lo habitan y salen a contarnos cada tiempo pasado. No son páginas desprendidas y genialmente subrayadas: son la vida, profe Hanni, y el desprendimiento... la disolución.




Y abro de nuevo el libro donde “Hacia la brevedad” no comienza sino que termina, y el poema me dice que “Ingrávidos y en la modulación continua, permaneceremos sólo en la brevedad…”. ¿Verdad que usted, mujer poesía y umbral, me entendería que en esta galería, detrás de esos acrílicos que se bambolean, hay tanto Árbol que nace torcido, tanta Providence, hay tanta Estación tan de tránsito… y en ese tránsito tanto "trayecto"; tanto ininterrumpido deshacerse? ¿Verdad que sí?