lunes, junio 08, 2009

La brújula del procrastinador: el tiempo de José Emilio Pacheco



Publicado en Papel Literario de El Nacional el sábado 6 de junio de 2009

La obra del escritor mexicano José Emilio Pacheco fue galardonada el pasado 7 de mayo con el Premio Reina Sofía. Se suma al Premio Magda Donato, Premio Xavier Villaurrutia, Premio Malcolm Lowry, Premio José Asunción Silva de Poesía y el Primer Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, además de tres reconocimientos como Premio Nacional de Poesía, de Periodismo Literario y de Lingüística y Literatura, más la edición de 2004 del Premio Internacional Alfonso Reyes. Estas líneas son apenas la breve mirada a un filón de la obra poética de uno de los últimos polígrafos.


Otros hagan aún el gran poema,
los libros unitarios, las rotundas
obras que sean espejo de armonía.
A mí sólo me importa el testimonio
del momento inasible, las palabras
que dicta en su fluir el tiempo en vuelo.
La poesía anhelada es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida.

“A quien pueda interesar”, en Irás y no volverás (1973) de JEP

La primera vez que tuve noticia de la idea de incorporar el verbo “procrastinar” a nuestro idioma—articulación etimológica que remite a la idea de dejar algo para mañana— fue de la boca del maestro José Emilio Pacheco. Ya la academia que “limpia, fija y da esplendor” permite su uso, pero sólo para referirse a la idea general de diferir y aplazar, sin ese límite pretendido por el poeta mexicano: la idea concreta de aplazar algo sólo un día más. Esta relación con el tiempo puede indicarnos uno de los muchos puntos de partida posibles para una reflexión sobre la poesía de J. E. Pacheco (vasta y críticamente difícil de abarcar), donde habita una voz que se reinventa sin renunciar a la distancia temporal como lugar de enunciación.
Cuando se editó por primera vez la compilación Tarde o temprano, en 1980, su obra poética apenas sumaba media docena de títulos. Veinte años después volvió a editarse con los doce poemarios que abarcan la obra poética desde 1958 hasta el 2000. En ambas, la nota del autor dice: “Escribir es el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo. Paul Valéry acertó: No hay obras acabadas, sólo obras abandonadas. Reescribir es negarse a capitular ante la avasalladora imperfección”. El poeta puede redefinir su universo poético, pero nunca traicionar las ópticas originales: su poética —o buena parte de ella— parece la de una voz que posterga la satisfacción con lo nombrado. Aspiremos entonces a adivinar la vocación procrastinadora en la obra de un primer J. E. Pacheco (el antologado en 1980), pero utilizando las versiones de los poemas que aparecen en la segunda edición de Tarde o temprano (si no “acabadas”, al menos más revisadas que las primeras). Huyendo a la táctica de acomodar versos sueltos a una lectura —algo que a veces resulta tan torpe como citar fragmentos de una sonata—, intentemos seguir este rumbo con sus poemas breves y así poder reconocer (o recordar) parte de la obra de Pacheco sin ver frustrado el apetito por la imagen.
Aquel que invoque la postergación de su encuentro con la palabra depende de su memoria. Dejar para después el ejercicio poético pasa por la necesidad de traer al presente del poema las palabras necesarias y justas, trocarlas al fuego del oficio y conseguir la forma perseguida. El segundo poema de “Crecimiento del día”, en Los elementos de la noche (1962) dice: “He inventado la selva pero me falta un árbol que la pueble. En los abismos de una gota de agua el pez creciente sueña con detenerse encadenado. La combustión del tiempo engendra al sol”, una prosa poética que recuerda a nuestros Juan Sánchez Peláez y Rafael Cadenas, pero echando mano de imágenes que se columpian entre la simpleza del lenguaje, una relación estrecha con lo temporal y la potencia de la reflexión. El tono onírico es casi una estrategia distractora: se trata de conquistar el imperio de lo innombrable con la estrategia de sitio; cercar lo inefable con lo que puede nombrarse por haber leudado ya en la memoria. El poema se completa con “En los pasadizos de una hoja de sauce y en las cordilleras de un grano de sal nace y se hace lo indecible. Todo principio gira. La ceniza siente nostalgia del incendio. Se levanta a arrasarte, maraña que no conocerás mi último día”. La huella como testimonio de paso; el residuo elevado al rango de lo legendario; lo que queda como lo que (se) testimonia.
El conjunto de testimonios hechos a favor de un sentido (entendiendo sentido como una dirección) acaba tramando caminos capaces de volverse dimensión. Los recorridos, al ser transitados de ida y vuelta tantas veces (tantos días), devienen lugar nuevo y dejan de ser una ruta que conecta dos dimensiones para, incluso, ser independiente de ellas. Quizás por eso una lectura de la poesía de J. E. Pacheco intenta acercarlo al nuevo discurso de la crónica —la idea de un flaneur tiene un disparador muy poderos en la cercanía de un joven Pacheco con el poeta, cronista y dramaturgo Salvador Novo—, pero la ciudad es apenas un ambiente, un tono para poner en ejercicio el tiempo trascurrido: la relación de la palabra poética con sus afueras en un libro como El reposo del fuego (1966), por ejemplo, no está casada con lo histórico, sino con una potencia del testimonio individual que no pretende significar más allá del individuo. El tercer texto de “III”, anuncia: “La ciudad en estos años cambió tanto / que ya no es mi ciudad, su resonancia / de bóvedas en ecos. Y sus pasos / ya nunca volverán. // Ecos pasos recuerdos destrucciones. // Todo se aleja ya. Presencia tuya, / hueca memoria resonando en vano, / lugares devastados, yermos, ruinas, / donde te vi por último, en la noche / de un ayer que me espera en los mañanas, / de otro futuro que pasó a la historia, / del hoy continuo en que te estoy perdiendo”. No es la ciudad-presente lo que se agencia, sino la distancia entre la voz y eso que ya no está. Como una brújula que señala precisamente la distancia que nos separa del Norte (del fin del sentido), el poema apunta hacia lo urbano, pero está en otro lugar. La ciudad-presente sirve de camuflaje a un tiempo que sobreviene distancia.
En esta poética, el tiempo que pasa se convierte en taller literario. Dos textos muy breves de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1970) ejemplifican cómo las coordenadas históricas de un poema en ocasiones no son apenas un referente, sino parte fundamental del sentido: el primero se titula “1968” y se reduce a los versos “Página blanca al fin: / Todo es posible.”; el segundo, como un salmo que repite, se titula “Agosto, 1968” y dice “¿Habrá un día en que se acabe para siempre / la abyecta procesión del matadero?”. En este poemario, escrito entre 1964 y 1968 (un año tatuado en la memoria colectiva mexicana por la masacre de estudiantes en Tlatelolco), la voz no recuerda sino que trascuerda: pierde noticia del ahora y se sitúa en el ancho límite entre la historia y la posteridad. Es un testigo que no tiene la urgencia de quien quiere ser el primero en dar noticia sino que, precisamente, anhela poder articular el testimonio con el tiempo que eso precisa, convirtiéndolo en un lenguaje flexible y abierto capaz de enriquecerse con nuevos intentos, con nuevos fracasos. Así se perpetra la procrastinación: desde la memoria hasta lo posible, renunciando a la idea del éxito en esa tarea. Quizás un poema perteneciente a otro libro, Irás y no volverás (1973), titulado “Balance” lo dice mejor: “En aquel año escribí diez poemas: / diez diferentes formas de fracaso”.
De este mismo poemario es “Alta traición”, un gesto que merece citarse completo para evitar la necedad de explicar por qué incomodó (incomoda; incomodará) a quienes devienen forasteros de la inteligencia: “No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques, desiertos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / —y tres o cuatro ríos”. Leído ahora, sólo consigo un paralelo a la potencia individual de este poema-traición en el “Tengo fe en ser fuerte” del poema XVI de Trilce (1922) de César Vallejo, también conocido como “Requisitoria del individuo”: la franqueza de una voz que se apropia ya no de lo que puede nombrar sino de lo que desea nombrar, sin urgencias colectivas ni abstracciones como el amor-a-la-patria, subproducto de peligrosos nacionalismos disfrazados con la inocua noción de “identidad nacional”. No es un grito: es la mudanza del hombre de la masa a su condición de sujeto por medio de un simple inventario dispar. Ya lo dice Rafael Cadenas en Anotaciones (1983): “Los poetas no convencen. Tampoco vencen. Su papel es otro, ajeno al poder: ser contraste”.
Luego de Irás y no volverás —ya referido y de donde se toma el epígrafe de esta reflexión, claro testimonio del filón temático que aborda—, el poemario Islas a la deriva (1976) distribuye sus textos en cinco capítulos, pero no es fortuito que el primero que sigue al prólogo se titule “Antigüedades mexicanas” y el último sea “Especies en peligro (y otras víctimas)”. Acá el sujeto lírico es revestido, como nunca en la poesía latinoamericana, por una patina de atemporalidad impenetrable: su condición va a probar el temple de los hilos de la historia incrustándoles la duda (¿y si la sangre de un dios nuevo hubiese servido de alimento para los viejos?; ¿y si la profecía del Gran Tlatoani no se hubiese reservado a Moctezuma?; ¿y si Temiltotzin tuvo un mañana más que Cortés?), hasta advertir en los excesos de lo humano la urgencia de testimoniar para el futuro (un bestiario de lo mínimo donde la voz poética precursa un nuevo libro rojo en el cual figurarán hasta el caballo y el zopilote).
En todos los textos de Islas a la deriva la fuerza del presente poético está marcadamente revelada —no es otra cosa una deriva, sino el indeciso vaivén que sólo puede ser presente—, pero se logra con la herramienta aparentemente mellada de palabras cercanas, comunes, entonces extrañas en la tradición poética mexicana. No me refiero a la simpleza de la palabra masiva de Sabines, sino al artesanado cuidadoso de la voz que Fabio Morábito hereda en sus Lotes baldíos (1984). En “Habla común”, el poema “Piedra” descubre: “Lo que dice la piedra / la noche a veces logra descifrarlo. / Nos mira con su cuerpo todo de ojos. / Con su inmovilidad nos desafía. / Sabe mejor que nadie ser permanencia. // Ella es el mundo que otros desgarraron”. En este empeño por elaborar el mundo desde lo pequeño, todo objeto menor es convertido en un tópico redivivo que, por ejemplo, consigue en la noche el lugar para descifrar lo ilegible, para leerse en ese milenario testimonio que puede ser la voz de la roca: siempre en camino hacia el día siguiente, siempre en complicidad con la oscuridad como estación previa a la epifanía. Otra dimensión de este tono estético puede encontrarse en el poema “Nocturno”, que aparece dentro de los textos agrupados como “En resumidas cuentas” en el poemario Desde entonces (1980), que dice: “La noche yace en el jardín. / La oscuridad en silencio respira. / Cae del agua una gota de tiempo. / Un día más se ha sepultado en mi cuerpo”. Este poemario, casi el ecuador de su obra poética, extraña con lo progresivo de su tono: avanzante, demandante de atención y generador de referentes que sólo acontecen dentro del poemario y hacen de la lectura un trabajo de sentencias, de múltiples desde-entonces, de imágenes que no se completan para aguardar eso que adviene: nuestra lectura.
Desde Rubén Darío y su “Yo soy aquél que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana”, en cada uno de estos intentos la moderna labor del poeta es traicionarse a sí mismo o, mejor dicho, traicionar a quien fue. Pacheco es uno de los pocos poetas que ha cruzado el siglo renovándose tópica y estilísticamente, articulando en la mutación de la voz una lección de estilo: la constante del cambio; la arriesgada mudanza. Para no finalizar con la medianía estética que representa Desde entonces en la poesía reunida de J. E. Pacheco, saltemos hasta el último texto de la edición de Tarde o temprano del 2000. Se trata del poema “Despedida”, último cabo de Siglo pasado (2000): “Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco. / Pero en manera alguna pido perdón o indulgencia: / Eso me pasa por intentar lo imposible”. Pacheco ejecuta sin red la maroma de reelaborar un universo por el cual ya ha paseado, pero lo hace con instrumentos propios de un topógrafo de los días. Sólo el poeta, el loco y el profeta pueden utilizar el lenguaje para desgoznar así los rieles del tiempo, pero es el primero quien logra colarse hasta el pasado para tomar las palabras de la memoria y armar con ellas la lúcida advertencia: ese único modo de testimoniar el futuro. Entonces, en este simulacro de adiós lo que se esconde es otro intento, otra traición en clave temporal de profecía. De nuevo la conciencia de escribir como “el cuento de nunca acabar y la tarea de Sísifo”, pero sin abandonar ese lugar de contemplación (más que de enunciación) en que se territorializa una poética.


La despedida, afortunadamente, es algo que siempre puede procrastinarse
.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola Willy!! Hace poquito tuve la dicha de conocerte por casualidad y hubo algo en ti que me atrajo mucho, pero la verdad no se que fue..
Anale.